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Capítulo 2

Author: NatiDoti
La luz de la mañana se filtraba por unas cortinas pesadas y dibujaba una franja nítida en el piso de la sala de la mansión de los Reyes.

En esa franja, miles de motas de polvo subían y bajaban, incapaces de disipar el frío que dejó la noche.

Selena pasó la noche entera en el sofá. No durmió; se quedó mirando el brillo tenso de la ampolla que la quemadura le había levantado en el dorso de la mano.

“Duele…”

Pero ese dolor tan físico, tan claro, le devolvía un poco de realidad a ese corazón que sentía vacío.

Sobre la mesa de centro había varios periódicos de la mañana, tirados sin cuidado.

En Espectáculos, el titular, en negritas, gritaba: “El CEO de Grupo Reyes se reúne de madrugada con una nueva conquista; regala el collar ‘La Única’ valuado en una fortuna. ¿Matrimonio de cinco años, solo de nombre?”

La foto, tomada con malicia, solo captaba el perfil suave de Adrián. Inclinaba la cabeza para abrocharle el cinturón de seguridad a una mujer dentro del auto; en su rostro había una atención cariñosa que Selena nunca había recibido.

La mujer quedaba escondida en las sombras: el rostro irreconocible, apenas una silueta y un tramo de cuello claro.

Ahí, en ese cuello, un collar de diamantes devolvía un destello punzante bajo el flash de los paparazzi.

Otros quizá no lo habrían notado, pero Selena lo reconoció al instante.

Era La Única.

El mismo collar que Adrián le había puesto con sus propias manos a Clarisa la noche anterior en la oficina.

Así que el famoso “malentendido”, el “reconocimiento por el esfuerzo”, no eran más que la coartada torpe de una cita clandestina para engañar a la esposa legítima.

El estómago se le revolvió de pura náusea.

Cada letra impresa parecía burlarse de cinco años de aguante y entrega, de su terco autoengaño.

Se oyeron pasos en la escalera.

Adrián bajó con un traje impecable. En el rostro traía la pesadez de la resaca y su impaciencia de siempre.

Miró de reojo los periódicos, frunció el ceño y no ofreció explicación alguna. Solo le ordenó al chofer, desde la puerta:

—A la empresa.

Entre los dos quedó el silencio de dos desconocidos.

Sonó el timbre. El mayordomo entró con Elena Reyes, impecable en un conjunto de lujo.

Apenas cruzó el umbral, sus ojos afilados clavaron a Selena en el sofá, como si evaluara una mercancía con defecto.

Con elegancia fría, Elena se acercó a la mesa, tomó un periódico y se lo dejó caer delante con desdén.

No subió la voz; no le hizo falta.

—Selena, ¿a esto le llamas ser una buena esposa?

Hizo una pausa, y cada palabra cayó con el peso de la autoridad.

—Cinco años de matrimonio y ni siquiera pudiste tener el corazón de tu marido en su sitio. Y ahora permites que estos escándalos vergonzosos le peguen al precio de la acción de Grupo Reyes.

Selena alzó la mirada, despacio, hacia la mujer que había regido sus últimos cinco años.

Elena no le concedió espacio para responder.

—No olvides nuestro acuerdo. Te hice entrar en esta familia para que fueras el apoyo de Adrián, para que sentara cabeza. No para que te quedaras de adorno, mirando hacia otro lado con esas mujercitas de afuera.

Remató, sin disimulo:

—En cinco años no has cumplido ni una sola de tus obligaciones como la señora de esta casa.

Hasta ayer, al oír esas palabras venenosas, Selena quizá todavía habría sentido culpa por no haber pagado una deuda que creía real.

Hoy solo le parecían un chiste cruel.

Toda su paciencia y entrega descansaban en un cimiento falso: que Adrián había sido su salvador. Al desmoronarse ese cimiento, los reproches que lo coronaban quedaron livianos, sin peso.

Bajo la mirada evaluadora de Elena, Selena se puso de pie, despacio.

Extendió los dedos finos —la piel clara marcada por la quemadura— y señaló con suavidad la fecha de hoy impresa en el periódico.

Luego se volvió. Por primera vez, una sonrisa mínima, pero auténtica, le tocó los labios. Había alivio en esa curva tenue.

—Señora Elena, tiene razón: no cumplí con lo que me correspondía.

El gesto de Elena se quebró un instante, sorprendida. Selena remató, clara, palabra por palabra:

—No importa. A partir de hoy, nuestro acuerdo matrimonial de cinco años vence.

El aire se congeló.

Por primera vez se resquebrajó la máscara de elegancia de Elena.

No esperaba que esa nuera, a la que había tenido siempre en puño —mansa como un conejito—, le pusiera las cartas sobre la mesa así de directo.

La conmoción le duró poco. Recuperó la altivez y dejó que la comisura de los labios se curvara en una mueca fría.

—Mejor. Si no tienes la capacidad de retener a Adrián, esta familia no necesita una nuera inútil.

Abrió su bolsa y, con toda la compostura del mundo, sacó un documento y un sobre abultado. Se los empujó a Selena como quien despide a una empleada que no dio el ancho.

—Aquí tienes un cheque por US$ 30,000,000. Considéralo tu compensación por estos cinco años.

Le acercó el otro expediente.

—Y este es el perfil de la heredera de Grupo Aurora. Es más adecuada que tú para llevar el título de señora Reyes. Ya hablé con su madre. La próxima semana veré que se encuentre con Adrián. Antes de irte, haz una última cosa por esta familia: arregla la situación. No nos hagas pasar vergüenza.

Era el colmo. La forma más pulida de la humillación: pedirle a la esposa a punto de ser echada que sirviera de casamentera para la nueva unión.

Selena bajó la mirada al expediente. La chica sonreía con desparpajo bajo un apellido de abolengo: una pareja “a la altura” para Adrián.

Luego miró el cheque con el número redondo.

Cinco años de juventud. Cinco años de encierro a sí misma.

¿Valían eso?

De pronto, sonrió.

No había ira en ese gesto. Ni rastro de rencor. Solo una libertad absoluta, recién estrenada.

—Bien.

Guardó el cheque en su bolso con calma elegante.

Empujó de regreso, con un toque ligero, el expediente que anunciaba otra transacción más.

Hizo una pausa. Sus ojos se afilaron.

—Mi periodo de servicio termina aquí.

—Y hacer de casamentera para la próxima señora Reyes no estaba en nuestro acuerdo. No haré nada. Solo quiero el divorcio.

Dicho eso, no miró a nadie. Se dio la vuelta y subió las escaleras.

Abajo, Elena contempló el expediente devuelto. Por primera vez, el gesto se le torció de feo.
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