Para saldar la deuda de una vida, Selena Solís se casó con Adrián Reyes y escondió su brillo durante cinco años, resignada a ser la humilde “señora Reyes”. Hasta que descubre que confundió al héroe que la salvó y también al hombre al que amó. Libre al fin, renace como una brillante restauradora de patrimonio y se vuelve el centro de todas las miradas. Entonces el verdadero salvador —Ian Leal, el tío de su ex— deja caer todas sus máscaras y se acerca, paso a paso. Entre la obsesión arrepentida de Adrián y la protección serena de Ian, ¿qué elegirá esta vez Selena?
Voir plusSala ejecutiva de videoconferencias, último piso de Grupo Reyes.El ambiente pesaba como plomo.En la pantalla gigante aparecían los miembros del consejo del Museo Mundial.Abajo, Adrián y su equipo de Asuntos Internacionales lucían lívidos, clavados en la silla.La reunión de emergencia llevaba más de una hora.Seguían sin respuesta.Un experto extranjero de canas, figura de referencia en autenticación de patrimonio, señalaba el escaneo 3D de alta precisión de la vihuela histórica — “Melodía del Ángel” — y, con voz pausada y precisa, fue soltando dardos letales:—Señor Reyes, observe aquí —acercó la imagen a la unión del mástil con la caja—. La incrustación con nácar y pequeñas láminas de estaño representa a un músico con sombrero de charro. La curvatura del ala se desvía cerca de 2° respecto del modelo estándar del Taller Los Aguascalientes en Monteluz durante el porfiriato. En un periodo tan alineado con las formas europeas, una “licencia” en un ícono de indumentaria es rarísima, si
En los días siguientes, el Estudio Selena Solís entró en modo cuartel.Guiada por Mateo Ortega, Selena trabajó sin dormir para preparar la contraofensiva legal contra Adrián.Reunió cada movimiento contable desde la creación del Estudio; los cinco años de trabajo no remunerado que dedicó a la División de Patrimonio Cultural de Grupo Reyes; el registro audiovisual completo de la restauración del biombo histórico de los Linare; y la carta manuscrita de su maestro Aurelio Fuentes.Cada documento, cada prueba, era una flecha dirigida a esa fortaleza que parecía inexpugnable.Se entregó por completo. De ella emanaba una tenacidad acerada y un profesionalismo que imponía respeto.Aquel convenio venenoso no le había traído derrota, sino una determinación inédita.***Mientras tanto, en la oficina de Ian Leal.Su asistente, Roberto Díaz, actualizaba el parte:—Señor Leal, con el apoyo del licenciado Ortega, la señora Solís avanza muy bien. El Centro Nacional de Patrimonio Cultural Inmaterial y
Respiró hondo, buscó ese número al que no llamaba desde hacía mucho y marcó sin dudar.—Hola, Mateo. Soy Selena Solís.—Perdona lo directo. Estoy metida en un problema y necesito tu orientación sobre propiedad intelectual en el ámbito del patrimonio cultural inmaterial.En una cafetería tranquila.Apenas recibió la llamada, Mateo pospuso todas sus reuniones de la tarde y acudió.Al verla —más serena y firme que en la universidad—, un destello de compasión le cruzó los ojos.Selena evitó los rodeos. Le mostró las cláusulas adicionales del convenio de divorcio y, con calma, puso sobre la mesa toda su situación.Mateo leyó en silencio; el ceño se le frunció.—La jugada de Adrián es venenosa. La calificación jurídica del Estudio Selena Solís es difusa; si se litiga a la brava, hay un riesgo real de que lo tomen como bien común. Y el pacto de no competencia está al filo de la ley, diseñado para asfixiarte.A Selena el ánimo se le hundió otro poco.Entonces Mateo viró el rumbo:—Pero hay sal
En el comedor principal de la casona de los Leal el aire estaba inmóvil.Aún flotaban los ecos del reclamo entre lágrimas de Amaya.El rostro de Elena había perdido todo color. Miraba, ida, la copia del convenio de divorcio con sus cláusulas de exterminio, sin poder articular un pensamiento. Sabía que su hijo era un necio, pero jamás imaginó que llegara tan lejos.En la cabecera, el gesto de doña Luisa se volvió negro como tormenta. Pensó en su nieta —pálida del susto— y en su bisnieto, que resultaba aún más descarrilado que la madre.La taza de talavera azul y blanca crujió entre sus dedos hasta que, por fin, la dejó caer con fuerza sobre la mesa.—¡Desgraciado!No miró a Elena. Dirigió la mirada a Ian, que hasta entonces había permanecido callado, con el rostro helado.—Ian.La voz de la matriarca llevaba la autoridad de quien manda.—Te encargas tú de este asunto.—No me importa qué herramientas uses: en los negocios o fuera de ellos.—Solo quiero un resultado —marcó cada palabra—:
Cada gesto de Ian era natural, sin aspavientos. Atento, pero con la distancia justa; nada de halagos forzados.Esa sensación de ser cuidada con respeto era algo que Selena no había conocido en cinco años de matrimonio.La cuerda que llevaba días tensada por el convenio de divorcio aflojó, al fin, apenas un poco.Y justo cuando la velada estaba en su punto más cálido.Llegó una visita no invitada.Elena Reyes.Esa tarde volvió a la casona de los Leal con un objetivo: quejarse. Venía cargada de agravios para llorarle a su abuela y repetir, frente a la familia, cómo su “hijo descarriado” se le había puesto al brinco por culpa de una trepadora, dejándola en ridículo ante Teresa y Aurora. De paso, pretendía ganar apoyo para su “nuera ideal”, brillante en linaje, apariencia y títulos.Pero apenas cruzó el umbral del comedor, se le congeló la cara.Selena, la mujer a la que los Reyes habían echado, estaba sentada a la derecha de su abuela.Ese lugar siempre había sido suyo.Elena parpadeó, in
El ambiente en el Estudio Selena Solís era un nudo en la garganta.Selena miraba el convenio de divorcio —envenenado de humillación— y, por primera vez, sintió una impotencia que calaba hasta los huesos.La jugada de Adrián era demasiado cruel.No buscaba dinero ni el Estudio.Buscaba destruirla.—Seli, no te me caigas —Amaya brincaba de coraje y aun así hacía esfuerzo por sostenerla—. ¡Siempre hay salida! En el peor de los casos vendo mis acciones, mis inmuebles, todo. No me digas que entre las dos no juntamos esa lana.El calorcito en el pecho le llegó a Selena, pero solo pudo sonreír amargo y negar con la cabeza.“No es el dinero”, sabía. Él quería quebrarle el alma.Entonces tocaron suavemente la puerta.Era Fernando Vargas, el mayordomo de los Leal. Venía en persona con una invitación de cartulina pesada, dorado en relieve, que entregó con ambas manos.—Señorita Solís —su voz fue amable y respetuosa—, doña Luisa pide agradecerle sus dos ayudas. La espera el fin de semana en la cas
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