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Capítulo 3

Autor: Sirena del Silencio
Ya lo tenía todo listo, había comprado los boletos de avión con mamá. Pero el asistente de mi papá lo descubrió, y de inmediato mandó guardias a vigilarnos día y noche.

Incluso el día de su boda, nos obligó a mamá y a mí a presentarnos.

El día del banquete, cuando la gente nos vio llegar juntas, no pudieron ocultar la sorpresa.

—¿Hoy no es la boda del señor Guzmán? ¿Y todavía se atreven a aparecer estas dos?

—¿Hace falta preguntar? Seguro vinieron arrastrándose sin vergüenza.

—Una actriz que no vale nada, ¿de veras creyó que podía treparse tan alto? Encima tuvo una hija que tampoco se respeta, pensando en engancharse con la familia Soto. Al final solo fue un pasatiempo.

—Claro, si dicen que el hijo de los Soto también se casa hoy.

—Obvio, la señorita de la familia García sí que es su igual. ¿Cuándo iba a fijarse en ella?

Las voces hirientes se clavaban como agujas, mientras todas las miradas raras caían sobre mamá y sobre mí.

La miré con preocupación, pero mamá apretó mi mano con calma.

—Amanda, no te preocupes por mí. Treinta años para ver a alguien tal cual es, el costo es alto, pero al menos ya desperté. De aquí en adelante, viviremos como dicte nuestro corazón.

Las puertas se abrieron y Yolanda, vestida de novia, caminó despacio hacia adelante. Mi padre, impecable en su traje, la miraba con una ternura.

Su hijo, Lucas, tomó la mano de Yolanda y la puso en la de mi papá.

—Papá, de ahora en adelante te confío a mi mamá. Ella sufrió mucho todos estos años para sacarme adelante, espero que ahora la cuides como merece.

En el rostro de mi padre pasó un destello de satisfacción, y dándole una palmada en el hombro a Lucas, dijo:

—Mira nada más, pareciera que viniste a darme lecciones. No me eches toda la carga, tú también tienes que esforzarte. La herencia de la familia Guzmán algún día estará en tus manos.

Una escena de padre e hijo que conmovió a todos los presentes.

Apenas terminó de hablar, mi padre volvió la mirada hacia mamá y hacia mí.

—Y tampoco olviden que su tía Sofía me acompañó todos estos años. No sean demasiado irrespetuosos con ella. Lo que les corresponde, siempre les pertenecerá. Lo que sobre, yo no voy a cometer la torpeza de repartirlo mal.

La advertencia velada no pasó desapercibida, y de nuevo las miradas de desprecio se posaron sobre nosotras.

Yo apreté con fuerza la mano de mamá. En ese instante, mi celular sonó, era un video.

En el video, Hugo miraba a Daniela con los ojos llenos de devoción, y frente a los padres de la familia García hizo un juramento solemne.

—Papá, mamá. Quédense tranquilos, de ahora en adelante cuidaré de Daniela como a lo más preciado. No permitiré que sufra ni la más mínima pena.

Tragué aire con fuerza, me levanté de golpe y hablé alto:

—Señor Guzmán, ahórrese el doble sentido. Si mi madre fuera una interesada, no habría malgastado treinta años en usted. Ni a mí ni a mi madre nos interesa la familia Guzmán. Ese imperio que presume, entrégueselo a su gran hijo.

No esperaba que le hiciera pasar vergüenza en público. En su rostro se encendió la ira.

—¡Descarada! ¿Quién te dio permiso de armar lío en un día como este?

—Si no quieres estar aquí, ¡lárgate con tu madre de inmediato!

De pronto, un grupo de guardias entraron y nos sacaron casi a empujones, metiéndonos a la fuerza en un auto, llevándonos hasta la mansión.

Recién cuando cerraron la puerta y salieron, saqué el celular con calma y le pedí al Don Ramírez que quitara a todos los hombres de mi padre.

Años atrás, su esposa y su hijo habían enfermado de gravedad, y fue gracias a mi madre y a mí que pudieron costear el tratamiento que los salvó.

Desde entonces, por gratitud, el Don Ramírez trabajó como guardia para la familia Guzmán. Nunca pensé que llegaría el momento de necesitarlo así.

En la televisión de la mansión se transmitía justo la boda de mi padre y de Hugo.

Al verlos besarse con tanta pasión, en los ojos de mi madre ya no había aquel dolor de antes.

Me sonrió tranquila, tomó su maleta y me dijo:

—Amanda, vámonos.

Asentí con firmeza, pedí el auto que tenía preparado y lancé una última mirada a la mansión donde viví más de veinte años.

Después, sin volver la vista atrás, me marché con ella.
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