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Capítulo 5

Author: Gala Montero
Leonardo se percató entonces de que no era a Verónica a quien abrazaba, sino a la joven empleada.

Un gesto casi imperceptible de contrariedad alteró sus facciones. Ya era la segunda vez que se confundía.

Justo entonces, se percibió una voz de mujer desde afuera:

—Señora.

¡Era Verónica!

Julieta entró en pánico. Las manos de él todavía estaban en su cintura. Apresurada, intentó apartar sus brazos.

—¡Suélteme, por favor! ¡La señora ya llegó!

Los brazos de Leonardo eran firmes y poderosos. En su forcejeo, Julieta rozó sin querer el costoso reloj de acero que él llevaba en la muñeca. El contacto frío y lujoso del metal hizo que le temblaran las yemas de los dedos.

Leonardo la soltó. Al girarse, Julieta se rozó el dedo con las espinas de una rosa.

Una gota de sangre brotó.

Leonardo observó su expresión de pánico. Parecía tenerle miedo; siempre bajaba la mirada, sin atreverse a encontrar su mirada.

Recordaba sus ojos: puros, expresivos, de esos que parecían hablar y resultaban irresistiblemente atractivos.

Le preguntó en voz baja:

—¿Te lastimaste?

—No fue nada, señor. Gracias por preocuparse.

Julieta se llevó el dedo a la boca con rapidez, tratando de detener el sangrado.

La mirada de Leonardo descendió hasta enfocarse en los labios de ella.

Tenía labios carnosos, de un rojo húmedo y natural que resultaba muy provocador.

La mirada de Leonardo se intensificó.

En ese instante, entró Verónica. Al ver a Leonardo junto a Julieta, su expresión se arrugó.

—Julieta, ¿qué haces ahí parada? ¡Ve a la cocina, ahora!

—Sí, señora.

Julieta se escabulló a toda prisa.

Verónica se volvió hacia Leonardo, con un tono meloso.

—Amor, ¿vamos a desayunar?

Leonardo se dirigió al comedor.

...

En la cocina, Julieta intentaba calmar su respiración acelerada y los rápidos latidos de su corazón. El susto había sido tremendo; por un momento creyó que Leonardo la había reconocido. Por suerte, solo se había equivocado, otra vez.

Ahora mismo, su única prioridad era ayudar a su abuela, doña Elena. No quería crearse problemas con un hombre tan poderoso y, sin duda, peligroso.

—Julieta, lleva la leche al comedor.

Julieta llevó la leche al comedor, justo a tiempo para oír a Verónica hablar mal de ella.

—Ay, Leonardo, esa Julieta... es una muchacha tan... simple, ¿sabes? Vino de rancho. La gente le saca la vuelta, y con razón. Es que verle la cara... de verdad, ¡da ganas de vomitar! Solo porque yo soy buena gente y me dio lástima, la dejé quedarse aquí de empleada.

Julieta permaneció impasible. Estaba acostumbrada a que Verónica la denigrara para ensalzarse a sí misma. Levantó la vista hacia Leonardo por un instante.

Él estaba sentado en la cabecera de la mesa, absorto en un periódico financiero en inglés. A sus treinta años, su atractivo no residía solo en su físico elegante y distinguido, sino sobre todo en su aplomo de hombre maduro y en esa aura de autoridad impenetrable y reservada que lo caracterizaba.

Parecía ajeno a la conversación, completamente absorto en el periódico.

Julieta sintió un ligero alivio. Dirigió una mirada fugaz a la cara retocada de Verónica.

«Que nos parezcamos no es lo grave. Lo malo es... ser la fea.»

...

Durante el día, Julieta fue a clases en el Politécnico. Al terminar, salió de prisa del campus y se paró en la acera, buscando un taxi para regresar a Hacienda Esmeralda.

Pero no pasaba ninguno libre, o ninguno se detenía. Cuando estaba a punto de rendirse, un imponente Rolls-Royce paró con suavidad justo frente a ella.

El carro, un modelo de lujo valorado en varios millones de dólares, era la definición misma de opulencia. La ventanilla trasera descendió despacio, revelando la cara bien parecida de Diego Beltrán.

—Oye, fea, ¿buscas taxi? Súbete, te doy un aventón.

Era el apodo que todos le daban a Julieta: "la fea".

Diego era compañero de Julieta en el Politécnico. Era considerado el más guapo del campus y tenía fama de ser bastante prepotente.

Como era casi imposible conseguir un taxi en esa zona, a Julieta no le quedó más remedio que aceptar.

—Gracias.

Abrió la puerta trasera y subió. Al instante, se arrepintió.

Porque vio a alguien conocido: nada menos que Leonardo Beltrán estaba al volante.

Era el carro de Leonardo.

—Oye, fea, te presento. Él es mi tío.

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