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Capítulo 11

Author: Amanda Dasilva
Después de observar ambos lados del pasillo y de asegurarse de que nadie la viera, Soraya tocó la puerta. Entonces, se escuchó la voz de Ezequiel.

—Adelante.

Al abrir, vio que no estaba solo: había otro profesor, de otra facultad, conversando con él.

—Buenas tardes, profesor —saludó Soraya.

El otro profesor, al verla, dijo a Ezequiel:

—Tu alumna ya llegó. Entonces, me voy; lo dejamos como dijiste.

Y, tras esas palabras, se fue.

La oficina quedó en silencio, con solo ella y Ezequiel.

—Siéntate —dijo él, levantándose para señalarle la silla frente a su escritorio.

—Yo solo vengo por el formulario, en nada me voy —murmuró Soraya.

—No hay prisa. Estos días casi no hemos podido vernos.

Ella lo observó mientras se dirigía al rincón donde tenía la cafetera. Igual que la última vez, le preparó un café.

Con lo que acababa de decir, Soraya no tuvo más remedio que sentarse.

Pronto, la oficina se llenó con el aroma de café recién hecho. Cuando estuvo listo, Ezequiel le dio una taza y dijo:

—Toma, con cuidado, está caliente.

—Gracias —respondió, tomándola con ambas manos.

A ella le encantaba el café con mucha azúcar, pues creía que las cosas dulces tenían el poder de curar cualquier pena. Dio un pequeño sorbo y, al levantar la vista, vio que Ezequiel no le quitaba los ojos de encima.

Se puso nerviosa y no sabía cómo reaccionar.

“¡Qué raro! Jamás me pasó esto cuando conversamos por chat, puedo escribir con total naturalidad. Pero ahora, cara a cara, siento una presión inexplicable... ¿Será por esa aura de ‘profesor’ que proyecta?”, pensó.

Ezequiel notó su incomodidad y, con calma, dijo:

—¿Todo bien?

Soraya asintió, mientras sostenía la taza entre las manos.

—¿Y él? —preguntó, bajando la mirada hacia su vientre.

Soraya se sonrojó y respondió:

—Bien… también está bien.

Ella decía la verdad. De no ser por el examen, ni siquiera sentía que estuviera embarazada. Su cuerpo apenas había cambiado, salvo que ya no soportaba la comida grasosa. Por eso mismo, hasta ese momento, todavía le costaba asimilar la sensación de ser madre.

—Bueno —dijo él, abriendo un cajón y sacando una hoja—. Entrega la solicitud cuanto antes y múdate, así me resultará más fácil cuidarte.

Soraya hojeó el formulario: todos sus datos estaban ahí, desde la información personal hasta la justificación de la solicitud. Solo faltaba su firma.

—Gracias —dijo, tomando la hoja con cuidado—. Enseguida se la daré al consejero estudiantil.

—No hay de qué.

El ambiente volvió a quedar en silencio.

Soraya, sintiéndose incomoda, preguntó en voz baja:

—¿Puedo irme ya?

Sonaba casi como si él la estuviera reteniendo prisionera.

Él la miró con una sonrisa tranquila y respondió:

—Claro. Cuídate.

Soraya se levantó de la silla y dio unos pasos, pero se detuvo, giró la cabeza y murmuró:

—Profesor Alonso… gracias por el café.

La puerta se cerró. Ezequiel se quedó mirando la entrada, arrugando levemente la frente.

“¿Me llamó profesor Alonso? Parece que esa muchacha aún no se acostumbra a su nuevo estado”, pensó Ezequiel.

Mientras tanto, Soraya no imaginaba que su plan de mudarse con él enfrentaría tan rápido su primer obstáculo.

El consejero, al recibir la solicitud, le dijo:

—Ahora la universidad cambió la normativa. Para solicitar vivir fuera de la residencia, los padres tienen que firmar

Soraya palideció al instante. Recordó que, cuando su compañera Laura solicitó permiso para vivir fuera, no necesitó ninguna firma.

—Pero… antes del inicio del semestre esa regla no existía —dijo ella.

—Así es. —Asintió el consejero—. Pero hace unos días una estudiante pidió el permiso sin avisarle a sus padres y tuvo un accidente fuera del campus. La familia reclamó a la universidad, así que ahora tenemos esta nueva normativa.

Soraya salió de la oficina del consejero con el ánimo por los suelos. Mientras bajaba las escaleras, su celular vibró.

Era un mensaje de Ezequiel: “¿Entregaste la solicitud?”

Ella contestó al instante con un emoji de llanto: “El consejero dijo que necesito la firma de mis papás; si no, no acepta la solicitud”.

Al segundo, sonó su celular: era Ezequiel llamándola.

—Profesor Alonso… —respondió con una voz apagada.

En esos días, había planeado mudarse fuera de la residencia. Había elegido un tocador precioso para el nuevo apartamento, incluso había imaginado qué plantas pondría en el balcón. Que no le permitieran mudarse, le parecía una sentencia.

—¿Dónde estás? —preguntó, con su voz serena de siempre.

—En el edificio Sapiencia, donde está la oficina del consejero.

—Quédate ahí, ya voy para allá.

Colgó antes de que Soraya pudiera decir algo más. Ella no sabía qué era lo que intentaba hacer, pero no le quedaba otra opción que esperar.

En menos de cinco minutos, apareció. Caminaba con paso firme, cada zancada marcada con seguridad. Su porte, sus cejas definidas y la elegancia de sus facciones desprendían un aire impecable.

Cuando estuvo cerca, Soraya lo saludó en un susurro lleno de preocupación:

—Profesor…

Él no se detuvo en el detalle de cómo lo llamaba; sus ojos se posaron en esa cara llena de angustia y dijo con calma:

—No pongas esa cara. Es un asunto menor.

Le quitó la solicitud de la mano y añadió:

—Vamos a arreglar esto.

Con él a su lado, Soraya se sintió como una niña a la que alguien le cubría las espaldas. Sin darse cuenta, enderezó la postura y entró a la oficina con la cabeza en alto.

El consejero no esperaba que Soraya regresara tan pronto. Cuando la vio entrar de nuevo, la miró sorprendido y dijo:

—Ya te lo expliqué. Sin la firma de los padres, no podemos hacer nada.

Apenas terminó de decirlo, Ezequiel entró. Su figura bloqueó buena parte de la puerta... y también de la luz.

El consejero lo reconoció y se levantó de golpe.

—Profesor... ¿qué hace usted aquí?

El nombre de él era bien conocido; muchos en la universidad lo sabían.

Ezequiel dejó la hoja sobre el escritorio y dijo con firmeza:

—He venido por esto.

El consejero la miró con atención y luego de un vistazo rápido a Soraya. Pensó: “Ah, esta vez vino con refuerzos”.

No tenía claro por qué Ezequiel la estaba ayudando, pero una cosa era segura: las reglas eran las reglas. Y si algo le ocurría a una estudiante, la responsabilidad caería sobre la institución.

El consejero, con una expresión de impotencia, dijo:

—Profesor Alonso, no es que no quiera darle el permiso, pero lo sucedido con la estudiante de la otra vez causó demasiado revuelo. Ahora las autoridades están encima del tema y yo no me atrevo a hacer excepciones. Tiene que estar la firma de los padres, sí o sí.

Ezequiel respondió con voz serena:

—Yo soy su tutor legal.

El consejero lo miró, luego miró a Soraya, preguntándose si serían parientes o algo así.

Pero en ese momento, Ezequiel sacó un documento de su bolsillo, y lo dejó sobre el escritorio. Dijo con seriedad:

—Aquí tiene nuestro certificado de matrimonio. Ella tiene mi consentimiento para vivir fuera. Yo firmo, y si pasa algo, asumo toda la responsabilidad.

El certificado quedó ahí, a plena vista. Entonces, el consejero se quedó petrificado, con la boca entreabierta, sin saber cómo reaccionar.
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