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Capítulo 4

Autor: Esme Valverde
Con una sonrisa amplia, el director del hospital entró, pasó de largo junto a Valeria y fue directo hacia Daniel y Emilia:

—Señora López, no se angustie. Personalmente convoqué a nuestros especialistas para un comité médico y ya confirmamos que el niño está fuera de peligro. Con un poco de reposo podrá ser dado de alta.

Al notar la confusión, a Emilia se le encendieron las mejillas, pero no aclaró de inmediato. El hombre a su lado, frío e impasible, iba a hablar cuando Valeria se adelantó:

—Doctor, yo soy la madre de Javier López.

No se presentó como “señora López”. En su corazón, ya no tenía nada que ver con ese hombre helado.

La tensión se volvió cortante.

El director la recorrió con la mirada —ropa deportiva sencilla—, miró luego el atuendo de lujo de Emilia y se quedó pasmado. Carraspeó y se disculpó a toda prisa:

—Perdón, perdón, señora. Su hijo está bien. Puede estar tranquila.

Emilia bajó la mirada y apretó los labios, con un dejo de amargura.

—¿Qué provocó la crisis asmática de Javi? —preguntó Valeria, seria.

—El niño tiene la función pulmonar delicada; padece asma desde su nacimiento —explicó el director—. Hay que extremar cuidados con la alimentación: los frutos secos y los mariscos pueden desencadenar crisis graves. Por suerte, llegamos a tiempo; de otro modo, habría sido peligroso.

Daniel frunció el ceño mirando el rostro pálido del niño:

—Cuidamos mucho su dieta. Nunca lo dejamos tocar nueces ni mariscos, y la escuela está avisada. ¿Cómo pudo comer algo que no debía?

Mientras hablaba, le lanzó a Valeria una mirada de reproche.

—Si hay que averiguarlo, es sencillo —dijo Valeria, clavando una mirada afilada en el rostro “inofensivo” de Emilia—. En la casa de los López todos saben que Javi es asmático y nadie se atreve a darle comida chatarra ni cosas dudosas.

—Basta con revisar con quién estuvo antes de llegar a la escuela y sabremos la causa.

No la nombró, pero cada frase señalaba a Emilia.

Emilia estrechó a Javier contra el pecho; el corazón le retumbó.

—Javi, ¿qué comiste? ¿Quién te lo dio? —Valeria lo miró de frente.

Desde que nació, Javier siempre ha sido el heredero natural de los López. Tendrían que haber sido estrictos, pero Daniel vivía absorbido por el trabajo y estuvo ausente como padre; la doña Juana López, su abuela, lo malcrió hasta el extremo. En esa casa todos lo trataban como a un pequeño emperador, incapaces de contrariarlo.

Así, a tan pocos años, se volvió caprichoso y mandón. Y la madre, que había sido padre y madre a la vez, lo cuidó con el corazón en la mano… para que él la viera como la fastidiosa que “manda y regaña”.

—Javi, ¿qué pasó exactamente? —la voz de Daniel se volvió oscura.

Los ojos negros del niño giraron; se mordió el labio.

No podía delatar que, camino a la escuela, la tía Emi le compró un helado de pistacho. Si lo decía, papá culparía a su tía. Y ella era tan buena con él…

—F-fue don Ernesto —soltó de prisa, encendido—. Yo le pedí el helado. Solo quería helado. ¡No sabía que tenía nueces!

Emilia siguió acariciándole la mano, en silencio.

Daniel frunció el entrecejo, formando un surco:

—¿Don Ernesto?

Don Ernesto Ortega llevaba veinte años al volante para los López. Era recto y discreto; junto con Carla Vega conocía como nadie los hábitos de la familia. ¿Cómo iba a saltarse las normas así como así?

Valeria miró a Javier sin poder creerlo; una punzada fina y constante le atravesó el pecho. Por un segundo, el hijo que había criado con desvelo se le volvió desconocido. Desde pequeño le había repetido que fuera honesto y frontal, que jamás mintiera sin importar lo que pasara. Era la primera vez que Javier mentía. Y lo hacía para proteger a Emilia.

—Don Ernesto —lo llamó con los ojos húmedos.

—Sí, señora —respondió él.

El chofer, que ya aguardaba afuera, entró en la habitación y saludó con respeto a Daniel:

—Señor López.

Javier se estremeció.

—¿Para qué lo llamaste? —Daniel miró a Valeria, sorprendido.

Ella ignoró el mal gesto de él y habló con calma:

—Don Ernesto, el niño dice que, camino a la escuela, comió un helado de pistacho y que usted se lo compró. ¿Es cierto?

—Ay, señora, sin su autorización yo jamás le daría algo así al niño —se apresuró el chofer, moviendo las manos—. Ese helado en realidad…

—F-fui yo —la voz de Emilia tembló; ya no pudo sostener la farsa.

Daniel la miró con asombro, clavado en ese rostro limpio al borde del llanto.

Javier le apretó la mano a su tía, angustiado:

—Tía Emi, no es tu culpa.

—Dani, la que estuvo mal fui yo… —la punta de la nariz de Emilia se puso roja; las lágrimas le rodaron—. Lo vi mirando con tantas ganas el carrito de helados que me dio ternura y, por mi cuenta, se lo compré.

No sabía que Javi era alérgico a los frutos secos… Dani, Javi… todo fue culpa mía. Perdón.

Daniel guardó silencio un momento; luego suspiró y le habló con suavidad:

—Déjalo así. No conocías su situación y no lo hiciste con mala intención. Solo ten cuidado la próxima.

Con los ojos brillantes, Emilia alzó su cara pálida.

—Dani…

Javier recuperó el ánimo de inmediato:

—¡Sabía que papá no se enojaría! ¡Papá quiere muchísimo a mi tía Emi!

Daniel siguió impasible, sin decir palabra.

Aunque las palabras de su hijo eran ciertas —y Valeria ya había aceptado en silencio esa verdad—, en ese instante sintió una oleada helada en el pecho, como si la sangre le corriera al revés. Recordó una tarde en que entró a la oficina a dejarle café a Daniel: para no molestarlo mientras revisaba documentos, se quitó los zapatos y avanzó descalza para poner la taza sobre el escritorio.

Él, irritado por un proyecto, de un manotazo volcó el café.

—¿Quién te pidió que hicieras cosas de más? ¡Sal!

Había ido a cuidarlo, a quitarle peso, y él descargó toda su rabia contra ella. Esa noche lavó la taza en silencio y lloró largo rato.

Ahora, frente a Emilia, Daniel era paciencia y gentileza, amplitud de miras… incluso cuando esa mujer casi le había costado la vida a su hijo. Amar o no amar: la línea era clarísima.

Valeria se dio la vuelta y se fue con pasos firmes. Quedarse un segundo más habría sido una ofensa a sí misma.

—Dani, creo que mi hermana está molesta. Voy a verla —dijo Emilia, secándose las lágrimas y saliendo detrás de ella.

***

Valeria no había avanzado mucho cuando la rodilla le dio un pinchazo y el cuerpo se le aflojó; tuvo que detenerse.

—Valeria —la voz de Emilia sonó con una sonrisa apenas velada—. ¿Por qué te vas tan rápido? Así vas a hacer que parezca que tú y Dani están peleados en serio.

Buscaba sonsacarla.

—¿Estás orgullosa, Emilia? —Valeria la miró de frente; sus ojos almendrados se helaron—. Un niño de cinco años mintió por ti y tú te quedaste callada. Toda tu energía está puesta en agradar al marido y al hijo de otra.

—Quien te conoce diría que eres una egresada brillante de Ciencias de la Computación de una universidad de élite del mundo; quien no, pensaría que saliste de una “academia de damas”… “de pacotilla”.

No lo dijo en voz alta.

Valeria había sido educada para la mesura. No pensaba armar un espectáculo en un pasillo de hospital. Era recta, civilizada, cuidadosa con su dignidad.

Nunca habría podido comportarse como Emilia y su madre: quitar lo ajeno sin pudor y encima posar como si fuera lo correcto.

Emilia apretó los dedos y curvó los labios rojos.

—Valeria, no hace falta que seas tan agresiva. Si Javi mintió es porque, como su madre, no te comunicas bien y no le enseñaste lo suficiente. ¿Qué tengo que ver yo?

—Se llama aprendizaje por imitación. Los niños son hojas en blanco; tal como los traces, así crecen. Deberías medirte al hablar y actuar.

—Mira, Emilia: traes la cabeza tan hueca como un balde recién vaciado de porquería y todavía te atreves a enseñarme a ser mamá sin haber tenido hijos —Valeria sonrió, sin perder el control—. Ni has tenido hijos y ya traes ese tonito de papá que sermonea. ¿No temes que tu Dani te tome tirria por eso?

A Emilia se le tensó la comisura; respiró hondo.

Valeria no se sentía bien y no quería gastar más saliva. Se dio media vuelta para irse.

Pero Emilia, herida en su orgullo, no lo soportó y la sujetó del brazo.

Valeria soltó un gemido contenido; le perló el sudor en la frente. Emilia la había tomado justo donde seguía vendada por la lesión del incendio en el laboratorio.

—¡Suéltame! —Valeria apretó los dientes y sacudió el brazo.

—¡Ah! —Emilia chilló; su cuerpo frágil se fue hacia atrás.

No cayó al piso. Dani había llegado sin que nadie lo notara y la sostuvo entre los brazos, firme.
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Último capítulo

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    Valeria alzó la mirada y se encontró con el porte sereno de doña María.—¿Mamá? —Juana bajó el tono de inmediato.—Valeria —dijo doña María, volviéndose hacia la mujer sentada a su lado, con una voz cálida y cercana—, de ahora en adelante, en esta casa, sea cena familiar o cualquier comida, no vas a meterte a la cocina ni a servir los platos.Valeria abrió los ojos un instante.—Abuela, yo…Doña María se inclinó y le dio una palmadita en la mano.—Niña, siéntate a gusto y come tranquila. Hoy pedí que hicieran varios de tus platos favoritos. Come bien.Una tibieza repentina le subió al pecho; los ojos se le humedecieron apenas. En esa casa, el único calor siempre había venido de la abuela.Emilia apretó los labios y miró de reojo a Daniel, a su lado. Daniel no reaccionó. A quien sí se le tensó la cara fue Juana.—Mamá, las nueras de los López, usted y yo incluidas, siempre han ayudado en la cocina. Es nuestra tradición…—¿Y solo porque es “tradición” ya está bien? —cortó doña María, con

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