A Valeria le temblaron las piernas entumecidas de tanto estar en cuclillas.Sin darse la vuelta, reconoció aquellos pasos pausados y firmes: los de Daniel.Cuando nació Javier, Daniel se mudó a otro dormitorio “para que le fuera más fácil cuidarlo”. Muchas noches, Valeria se quedaba de pie junto a la puerta, esperando que esos pasos se detuvieran frente a su cuarto. El corazón le golpeaba el pecho… y, una y otra vez, él pasaba de largo.Al recordar aquella humillación, se sintió como una esposa desterrada, esperando que el dueño de la casa le tocara la puerta.Era una diseñadora estrella, una mente tecnológica; y, sin embargo, dentro de ese matrimonio torcido, terminó absorbida por él: cada gesto suyo le dictaba el ánimo.Hasta que Emilia entró en escena, siempre juntos, del brazo. Entonces lo entendió: aquello de “cuidar al niño” había sido un pretexto.Daniel no quería tocarla. La rechazaba.—Señorita Molina, qué honor tenerla en nuestra área de I+D —dijo Roberto Díaz, calvo, esposo
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