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Capítulo 3

Autor: Esme Valverde
Ese día, Emilia llevaba un vestido blanco a la rodilla; la cintura se le marcaba fina y caminaba erguida, como una azucena que se abría entre la neblina de la mañana, aún perlada de rocío.

—¡Tía Emi! —Javier se lanzó eufórico a sus brazos y la abrazó fuerte por la cintura.

Al verlo, el personal de servicio intercambió miradas en silencio.

Vaya que esa “tía” tenía mano con el niño. No solo el señor López le permitía entrar y salir de Villa La Ola a su antojo: hasta el pequeño —tan difícil— le tenía la confianza que un hijo le tiene a su madre. Y pensar que con la señora casi siempre era frío y distante. Al final, cada quien tiene su debilidad.

Emilia acarició con ternura la coronilla de Javier; irradiaba un halo maternal. En la muñeca izquierda lucía la pulsera de cristales multicolores que él le había regalado. Le sonrió a Daniel.

—Dani, vine a ver a mi hermana. ¿Está en casa?

Daniel frunció el entrecejo.

—¿Anoche no se quedó con tus papás?

—No. ¿Cómo? ¿No volvió en toda la noche? —Emilia abrió los ojos, inquieta—. Dani, ¿pelearon?

Él dejó ver un fastidio contenido.

—No sabe lo que le conviene.

Emilia sonrió apenas.

—Valeria es terca, sí… pero los pleitos de pareja se arreglan en la misma cama. Si das tú el primer paso y te disculpas, seguro vuelve enseguida.

Daniel apenas curvó la boca; la voz le salió helada.

—¿Yo pedirle perdón? ¿Se lo merece?

—¡Eso, eso! —saltó Javier, indignado—. La culpa es de mami por irse sin avisar. ¡Nos dejó solos a papá y a mí! Si alguien tiene que disculparse, es ella.

—Javier López, ya es hora de ir a la escuela —lo cortó Daniel, impasible.

—Oh…

Javier se aferró a Emilia y no la soltó; pidió, meloso:

—Tía, ¿me llevas hoy a la escuela? Te extrañé. Quiero estar contigo un ratito más.

Emilia rio con resignación y le pellizcó la mejilla.

—Javi, estuvimos juntos varios días seguidos. Ayer apenas nos separamos.

—Quisiera estar contigo todos los días. ¡Ojalá fueras mi mami!

La inocencia del niño dejó a todos boquiabiertos.

Menos mal que la señora Valeria no estaba; de haberlo escuchado, cuánto le habría dolido.

—Javi, no digas eso… —lo regañó Emilia con suavidad; sin embargo, levantó la mirada y, ruborizada, miró al hombre apuesto frente a ella.

Daniel permaneció imperturbable; ni registró las palabras del niño.

—Emilia, llévalo a la escuela.

A ella se le iluminó el rostro y asintió dócil.

—Sí.

***

Cuando Valeria despertó, ya eran las nueve.

Desde que se casó con Daniel, era la primera vez que dormía de corrido hasta que el cuerpo quiso.

Durante cinco años se había levantado a las seis: le preparaba a Daniel el café y le dejaba listo el traje; atendía a Javier con el aseo, el desayuno y lo llevaba al preescolar. Luego salía corriendo al trabajo. Por eso llegaba tarde con frecuencia y su jefa de área le había llamado la atención en público más de una vez.

Al principio le había dado vergüenza; con el tiempo, se le hizo la piel más gruesa: dejó que los comentarios le resbalaran como agua y se concentró en cumplir.

La verdad era que, si Daniel hacía una sola llamada, en Grupo López nadie se habría atrevido a ponerle zancadillas. Pero él detestaba los privilegios; siempre predicó el “cada quien por mérito propio” y el trato parejo.

Así que, en toda la empresa, aparte de Álvaro, nadie sabía que ella era la esposa del CEO.

Valeria había creído que Daniel era verdaderamente íntegro.

Hasta que empezó a llevar a Emilia a subastas, cócteles, a la Cumbre de Inteligencia Artificial, a la que Valeria siempre había querido asistir, y a ese musical de hace unos días…

Entonces lo entendió: no era que odiara el trato especial; era que ella no le importaba. No quería darle un lugar.

Para él, su esposa no era más que una empleada a su servicio, con la obligación adicional de compartir su cama. Emilia era la especial, por quien estaba dispuesto a romper sus propias reglas una y otra vez.

Después de lavarse, Valeria se sentó a la mesa para desayunar, pero una inquietud le recorrió el cuerpo sin explicación.

Sonó el celular: llamaba la maestra Renata.

Valeria dudó un segundo, luego atendió.

—Hola, maestra Renata.

—Señora Valeria, a Javier le acaba de dar una crisis asmática. Ya pedimos la ambulancia para llevarlo al hospital más cercano. Por favor, ¿podría venir cuanto antes para acompañarlo?

Madre e hijo estaban conectados por un hilo invisible. Valeria dejó el desayuno intacto, se puso de pie y salió corriendo.

***

—¡Javi! —cuando Valeria entró a la carrera, jadeando y empapada en sudor, la escena le atravesó el pecho.

Su hijo estaba pálido, sentado débil en la cama. Emilia lo abrazaba con lágrimas y el rímel corrido, hecha un mar de llanto.

A un lado, Daniel se mantenía de pie, serio, con la mirada honda; parecía su guardián.

—Tía, ya no llores… Sé que te duele verme así —Javier, recién estabilizado, aún respiraba con dificultad, pero intentó consolarla—. Mira, ya estoy bien…

—¡Javi, me asustaste! —Emilia sollozaba sin poder contenerse—. Si te hubiera pasado algo, yo… yo no podría vivir.

A Javier se le humedecieron los ojos; levantó la manita para secarle las lágrimas a Emilia, pero miró a su madre con rencor.

A Valeria se le heló la sangre. Le temblaban las piernas dentro del pantalón. Acababa de perder un embarazo y, al venir corriendo, había resbalado en las escaleras: la rodilla todavía sangraba.

Por más frío que se hubiera puesto su hijo, seguía siendo su carne y su sangre; no podía desprenderse de él de un tajo. Sin embargo, la mirada que Javier le lanzó no tuvo nada de cariño: fue la mirada a una enemiga.

—Valeria, ¿así es como pensabas ser madre? —Daniel avanzó hasta quedar frente a ella y la encaró con dureza.

Ella sostuvo sus ojos tensos y respondió sin alzar la voz:

—¿Qué hice?

—¿Qué hiciste? ¿Todavía lo preguntas? —Daniel la miró desde arriba, helado, como dictando sentencia—. Tu familia, tu carrera… un desastre. Nunca te exigí nada.

—Pero ¿cómo es posible que ni lo mínimo —cuidar a tu hijo— seas capaz de hacerlo? Armaste un drama y ni siquiera volviste a casa anoche. ¿De verdad quieres a Javi?

—Me decepcionaste.

En la mirada de Emilia cruzó un brillo oscuro.

—Durante cinco años me entregué por completo a la casa —replicó Valeria, con los ojos limpios y firmes—. Sin vida social, siempre en la misma rutina. Salvo cuando trabajé horas extra, jamás llegué tarde.

Y anoche, por una vez, no dormí en casa. ¿Y qué? ¿Cometí un delito? ¿Estoy bajo libertad condicional y tengo que reportarme contigo todos los días?

Javier se quedó mirando a su madre, sorprendido: la mujer tímida que siempre se tragaba todo, de pronto tenía filo.

Emilia también parpadeó, desconcertada.

El aire se volvió denso y frío, como escarcha.

El rostro anguloso de Daniel se tensó; un rojo leve le encendió el fondo de los ojos. Luego curvó la boca, con un dejo de burla.

Así que también tenía genio, la torpe y poco graciosa.

¿Se creía intocable solo por ser la madre del hijo?

—¿Por qué le dio el ataque de asma a Javi? —Valeria cortó la discusión—. ¿Comió algo que no debía?

Daniel alzó el mentón, altivo, como si reprendiera a un subordinado:

—¿Cómo voy a saberlo? Ese es un asunto que te toca a ti. Es tu negligencia como madre.

Valeria soltó una risa incrédula. Le pareció imposible que un ser humano dijera eso:

—¿Acaso me embaracé sola? Si yo no estaba, ¿tú, como padre, no moviste un dedo? ¿Javi no es tu hijo?

Daniel se quedó sin palabras, con los ojos muy abiertos.

—¿En qué ley dice que solo la madre cría? —siguió Valeria—. Porque yo tomo la iniciativa, ¿ya das por hecho que todo lo que hago te lo debo y que es “lo normal”?

El semblante de Daniel se volvió gélido.

—¡Valeria…!

En ese momento, la puerta de la habitación se abrió.
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Último capítulo

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