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Capítulo 5

Penulis: Esme Valverde
—¡Valeria, ¿qué estás haciendo?! —Daniel sostuvo a Emilia por la cintura; fulminó a Valeria con la mirada al ver el gesto de dolor en su rostro pálido.

Ella los miró, helada, y se sujetó el antebrazo herido con la derecha; del dolor se le escurrió una gota de sudor por la mejilla.

—No la toqué. Fue ella quien me tiró del brazo —dijo, sin una pizca de calor en la voz.

—¿Te tiró del brazo y tú la empujaste? —Daniel contuvo el enojo—. Emilia es tu hermana; son familia. ¿Por qué la señalas a cada rato?

—¿“Hermana”? —Valeria sonrió apenas; en sus ojos había filo—. No compartimos madre ni apellido. ¿De dónde sacas que es mi hermana? No me mezcles con ella, ¿sí?

Alguna vez también llevó el apellido Molina. A los dieciocho, su padre quiso vender la casa de su madre en Nueva Arcadia para tapar un bache del grupo. Discutieron fuerte; él, delante de Emilia y su madre, la abofeteó. Ese día Valeria decidió dejar de llamarse Molina y tomar el apellido de su madre: Soto.

Daniel frunció el ceño y le sostuvo la mirada. No sabía qué la había encendido así; estaba lista para dispararle a cualquiera.

—Dani, fui yo la que no se sostuvo bien —susurró Emilia, acomodándose en el pecho firme del hombre, los ojos húmedos y dolidos—. Vine a buscar a mi hermana para pedirle perdón en persona. Al final, Javi se enfermó por mi culpa y me siento muy mal… Es normal que ella esté enojada.

—Valeria, discúlpate con Emilia —ordenó Daniel, frío, la mirada oscura y autoritaria.

Otra vez.

En cinco años, lo que más le había dicho a ese hombre fue “perdón”.

“Perdón, no lo hice bien.”

“Perdón, no lo pensé; voy a disculparme con tu mamá.”

Perdón, perdón, perdón…

¿Y de verdad había estado equivocada? Jamás. Solo había elegido ceder para no pelear.

Valeria lo miró fijo, con una sonrisa y los ojos enrojecidos.

—¿Disculparme? De acuerdo. Que ella me escuche de rodillas.

El cuerpo de Emilia se estremeció en los brazos de Daniel.

—¡Valeria, no te pases! —él la cortó en seco.

—¿“Pasarme”? Si apenas empezamos, señor López —Valeria sonrió helada, como una flor altiva abriéndose en pleno frío—. Tranquilo, que puede ponerse peor.

Se dio media vuelta y se fue sin mirar atrás.

Daniel siguió con la vista esa espalda esbelta, dura, y se le quedó grabada esa sonrisa que jamás le había visto; la mirada se le oscureció un grado.

Al notar que él aún miraba hacia donde se había ido Valeria, Emilia apretó los labios y, con buena voluntad, lo animó:

—Dani, ve tras mi hermana… Yo estoy bien.

Daniel bajó la mirada; la sujetó de la cintura para incorporarla.

—No te preocupes por ella. Te llevo a casa.

***

Por la tarde, cuando Javier se estabilizó, Don Ernesto y los escoltas lo llevaron de regreso a Villa La Ola.

Aunque tenía una reunión clave, Daniel acompañó personalmente a Emilia —que se sentía mal— hasta su casa y solo entonces condujo a la sede del Grupo López. Obsesionado con la puntualidad, ese día llegó tarde: más de una docena de directivos lo esperaron una hora entera.

A la hora de la cena, Daniel volvió a casa. Apenas entró por la puerta, por costumbre dejó caer el saco que traía en el antebrazo. Nadie lo recibió: cayó al suelo. Daniel miró la prenda; se le frunció el entrecejo.

En los últimos cinco años, cada vez que él regresaba, Valeria salía apurada con el delantal, le sonreía dócil, le tomaba el saco y le alcanzaba las pantuflas. Lo atendía mejor que el personal. Porque a los empleados se les paga. A su esposa la había elegido; y Valeria, con el corazón puesto en él, se esmeraba sin fallar.

Una molestia seca le apretó el pecho.

—Carla —llamó.

—Señor López, ya llegó —la ama de llaves salió al paso—. La cena está lista; el niño lo espera en el comedor.

Daniel recorrió con la mirada la sala, fría y silenciosa.

—¿Valeria? ¿Regresó?

—Aún no… La cena la preparó la cocinera. No sé si será de su gusto.

Daniel apretó los labios en una línea; con los dedos inquietos tocó el nudo Windsor y caminó al comedor.

La mesa larga tenía solo dos sillas ocupadas: padre e hijo. Comieron en silencio. Los platos se veían bien, pero no sabían a casa; todo sabía a cartón.

—Papá, ya terminé —dijo Javier, dejando los cubiertos con gesto torcido.

Daniel lo miró de reojo.

—¿Solo eso?

—No es eso… —frunció la boca—. La comida no sabe como la de mami. No me entra. Papá, quiero el caldo de gallina que hace mami… y sus arepas con queso, sus alitas al ajo…

—Ya, ya. Eso es comida casera de cualquier casa. ¿Qué tiene de especial? —Daniel tragó saliva—. Eres el futuro heredero del Grupo López; no puedes dejar que un par de platos sencillos te gobiernen el ánimo y el gusto.

Javier forzó un par de bocados más y se quedó callado.

Daniel tomó la servilleta y se limpió los labios con calma.

—Javier, llama a tu madre. Pregúntale dónde está y a qué hora vuelve.

—No —rezongó el niño—. Hoy mami se pasó. ¡Asustó a la tía Emi hasta hacerla llorar! Y ni siquiera le ha pedido perdón. No voy a llamarla primero… Sería como clavarle una puñalada por la espalda a mi tía.

A esa edad, y ya soltaba palabras tan filosas.

El gesto de Daniel se ensombreció; iba a reprenderlo cuando Carla dejó escapar un “¡ah!”:

—Señor López, ya me acordé. Hoy es el cumpleaños de la señora.

Padre e hijo se quedaron duros, mirándose con los ojos abiertos.

—¿No será que, porque usted olvidó su cumpleaños, la señora se enojó y no quiere volver? —aventuró Carla.

Daniel entrecerró los ojos. De golpe lo entendió.

***

Dos horas después, Valeria entró a Villa La Ola arrastrando una maleta enorme.

Apenas entró al dormitorio, abrió el clóset y empezó a meter ropa sin decir palabra.

—¿Qué estás haciendo? —Daniel cruzó el umbral; el rostro, frío como nieve.

De espaldas a él, Valeria siguió moviendo las manos con rapidez.

—Haciendo la maleta. Me voy a vivir a otro lado.

—¿A otro lado? ¿Y Javi? —Daniel curvó la boca, con sorna—. Tú lo adoras. Si pasabas un día sin verlo te morías de ganas. ¿Ahora te vas a ir? ¿De verdad puedes?

Valeria se detuvo. Enderezó la cintura fina, pensó un segundo y, cuando él ya creía que la “mujer sin méritos ni sostén” iba a ceder, respondió con calma:

—Puedo.

A Daniel se le congeló el gesto.

—Le quedará su tía Emi —añadió Valeria—. Y, de todos modos, ya no me necesita.

Daniel avanzó a zancadas hasta quedar a su lado, sólido como un glaciar.

—Valeria, ¿te oyes? ¿Ese es el modo de hablar de una madre? Es tu hijo. ¿Así, de la boca para afuera, vas a “dejarlo”?

—Si para ti soy tan poca cosa y ni siquiera merezco ser madre, mejor cada quien por su lado. A Javier le buscas otra mamá… una que le guste.

No terminó. Daniel le sujetó la muñeca con fuerza.

—Suéltame…

El dolor le subió por el brazo; frunció las cejas e intentó zafarse. La diferencia de fuerza era abismal. Débil como estaba, el forcejeo le sacó un sudor frío.

Con ella, Daniel siempre había sido áspero. En especial en la intimidad: al principio del matrimonio la dejaba marcada, y en pleno verano tenía que cubrirse con cuellos altos y mangas largas. El personal se reía a sus espaldas.

A veces se preguntaba si con Emilia era igual. Imaginaba que no. A Emilia le gustaban los vestidos de hombros descubiertos y las faldas cortas; cada vez que la veía, su piel estaba blanca y tersa, intacta.

Con Emilia, en cambio, él había sido puro cuidado. “Amor de años”, pensó Valeria. “A quien se ama, no se le hace daño.”

Entonces sintió algo hundírsele en la palma.

Daniel le puso una caja de terciopelo negro entre los dedos; la mirada, altiva por inercia.

—Hoy es tu cumpleaños, ¿verdad? Feliz cumpleaños.
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