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¡La novia humillada que se convirtió en la jefa!
¡La novia humillada que se convirtió en la jefa!
Author: Mora Quintera

Capítulo 1

Author: Mora Quintera
—Esta boda sí que se puso buena —chismeó alguien—. Pero... oye, ¿ya se enteraron? ¡La amiguita de toda la vida del novio está en la azotea del hotel haciendo un show y gritando que se va a matar!

Al escuchar los chismes del otro lado de la puerta, a Lía se le hizo un nudo horrible en la garganta.

Ella ya no recordaba cuántas veces Amalia Aranda había amenazado con suicidarse.

Lía creía que ya se había acostumbrado.

Pero ese día no era como los otros.

Ese día era nada menos que su boda con Darío Serrano.

En cuanto Amalia armaba un drama, Lía sabía que otra vez le tocaría ceder.

Llevaba cinco años de relación con Darío, y Amalia llevaba exactamente esos mismos cinco años haciendo escenas.

Cada vez, Darío era el primero en salir corriendo a consolarla.

A ratos, Lía sentía que, en esa historia de amor, la otra era ella.

Pero la última vez que Darío la dejó plantada para irse detrás de Amalia, él mismo le prometió que sería la última.

Ella le creyó a ese “última vez” y, por eso, ese día había boda.

—Si quiere morirse, que se muera. ¿Para qué me llamas a mí otra vez?

Lía alzó la mirada de golpe. La puerta del balcón había quedado entreabierta y la voz grave y fría de Darío le heló la sangre.

—¿Que se va a tirar? No se atreve. ¿Cuántas veces ha amenazado ya con matarse? ¿Alguna vez has visto sangre de verdad?

Al final bajó la voz y murmuró unas cuantas cosas más, tan bajo que Lía ya no alcanzó a entender nada.

Cuando Darío colgó y se giró, se encontró de frente con la mirada de Lía.

El corazón de Lía empezó a latir con fuerza. Por primera vez en años, Darío no salía corriendo tras Amalia. ¿Entonces no le había mentido? ¿De verdad aquella vez había sido la última?

—¿Qué haces mirándome así? La boda va a empezar, ¿ya estás lista? —preguntó Darío, con el rostro igual de inexpresivo de siempre.

Aun así, Lía se sentía absurdamente feliz.

Sabía que Darío había nacido con una especie de frialdad emocional; casi nunca lograba empatizar con nadie.

Pero, desde aquel crush torpe de adolescencia hasta lo que creía que era el amor adulto y sincero de ese momento, sentía que por fin su esfuerzo había dado fruto.

Para Darío ella tenía que ser alguien especial.

Si no, ¿por qué habría aceptado casarse con ella?

Lía sonrió radiante, se colgó de su brazo, la alegría brillándole en los ojos.

—Darío, por fin nos vamos a casar...

Darío siguió con el rostro neutro, como si hablaran del clima.

—Ajá, lo sé.

La puerta del salón de descanso se abrió.

—Ahora invitamos a los novios a entrar —anunció el maestro de ceremonias, con una voz potente que se adueñó del salón al instante.

Con la cara iluminada de felicidad, Lía caminó hacia el escenario del brazo de Darío, sintiendo que por fin todo valía la pena.

—Démosles un fuerte aplauso a los...

Antes de que terminara la frase, el tono del celular de Darío sonó de repente.

Un gesto incómodo cruzó el rostro del maestro de ceremonias, mientras el público estallaba en risas.

La sonrisa de Lía se congeló. Ese tono era como una pesadilla para ella: era el tono de llamada que tenía solo para Amalia.

Darío sacó el celular del bolsillo interior de su saco y contestó:

—¿Bueno? ¿Ahora qué pasó?

El maestro de ceremonias se apresuró a retomar el control y a animar de nuevo el ambiente; en todos sus años de trabajo, era la primera vez que veía algo así.

Pero no alcanzó a decir gran cosa.

—Ya voy para allá.

En cuanto dijo eso, Darío bajó del escenario con grandes zancadas.

En cuestión de segundos, todo el salón estalló en exclamaciones.

—No vayas... —Lía levantó la falda del vestido y corrió detrás de él, el rostro lleno de súplica—. Tú mismo dijiste que la última vez iba a ser la última.

Darío frunció apenas el entrecejo, como si estuviera haciendo un cálculo frío.

Unos segundos después, le explicó con calma:

—Amalia de verdad se lanzó desde la azotea. Tengo que ir a ver qué pasó. Tranquiliza a los invitados, voy rápido y regreso.

—¡Darío! —Lía lo sujetó de la muñeca con fuerza—. Si te vas, no me caso.

Darío se zafó de su mano.

—Entonces no te arrepientas.

Lía sintió que el corazón se le hacía trizas y las lágrimas le brotaron de golpe.

Al verla llorar, a Darío se le apretó un poco el pecho, pero también supo que ella estaba cediendo, como siempre.

Pensó que, como siempre, ella no sería capaz de ponerlo en una situación incómoda.

Sabía cuánto lo quería Lía: a pesar de ser una princesa de familia rica, no había dudado en pelearse con los suyos para irse con él a Valdoria a empezar desde abajo.

Pasara lo que pasara, siempre estaba de su lado.

Su mayor deseo era casarse con él.

Además, cada vez que Amalia armaba un escándalo, era Lía quien lo ayudaba a recoger los pedazos.

Pero, esa vez, ella se atrevía a soltarle un “no me caso”, señal clarísima de que de verdad la había llevado al límite.

Solo que, esta vez, lo de Amalia sí era real.

No podía permitir que Lía hiciera un berrinche irracional.

Instintivamente quiso regañarla, pero el celular volvió a vibrar en su bolsillo. Contestó de inmediato y se dio la vuelta para correr hacia la salida.

En cuestión de segundos, los invitados se quedaron mirándose unos a otros, desconcertados.

¿Qué estaba pasando? ¿Cómo que el novio se había ido corriendo?

Al ver que el salón entero se volvía un caos, Lía se secó las lágrimas con el dorso de la mano, respiró hondo, se dio la vuelta y le quitó el micrófono al maestro de ceremonias, que seguía paralizado.

—Disculpen, todos... La boda de hoy se cancela.

El salón estalló al instante en gritos, murmullos, celulares grabando todo.

Pero a Lía ya no le importaba nada de eso.

Sabía que, cuando acabara ese día, se habría convertido en el hazmerreír más grande de todo Valdoria.

Todo el mundo sabía que Lía estaba loca de amor por Darío; que había dejado pasar a tantos hombres brillantes, hijos perfectos de buenas familias, para escoger a un muchacho pobre y acompañarlo en cada paso de su lucha. Y que, por fin, después de años de sacrificios, cuando parecía que el esfuerzo por fin valía la pena, Darío la abandonaba el mismo día de su boda.

Cuando Lía salió corriendo del Hotel Hiltrán, descubrió que la entrada estaba tan llena de gente, cámaras y curiosos que no cabía un alma más.

No muy lejos de ahí, Darío ya cargaba a Amalia, que acababa de caer sobre un colchón inflable de rescate; ella llevaba un vestido de novia y lloraba con los ojos hinchados y enrojecidos.

—Darío, ¿cómo pudiste dejarme sola? ¿No quedamos en que íbamos a estar juntos toda la vida?

—Deja de hacer drama —murmuró Darío, frunciendo ligeramente el ceño, aunque su expresión seguía fría.

Amalia tomó su rostro entre las manos y lo miró directo a los ojos, oscuros como tinta húmeda.

—No quiero.

Al ver aquel gesto, la primera reacción de Lía fue pensar que Darío se molestaría.

De adolescente, ella también había sostenido ese mismo rostro entre las manos, mirándolo embobada. Él la había mirado igual de frío y le había dicho:

—No me gusta que me toquen la cara.

Su tono había sido helado y sus ojos no habían mostrado ni una chispa de emoción.

Pero ahora Darío no hizo nada; dejó que Amalia desahogara su frustración sujetándole la cara, hasta que ella terminó sonriendo entre lágrimas.

Lía siempre había creído que esa frialdad emocional de Darío lo mantenía distante de todo el mundo, pero en ese instante, mientras lo veía cargar a Amalia rumbo a la ambulancia, entendió de golpe qué clase de broma cruel había sido todo.

Creía que, día tras día, año tras año, algún día lograría calentarle el corazón helado; que terminaría por enamorarse de ella y que esos ojos fríos y hermosos se llenarían de ternura y cariño solo para ella.

Pero, al final, la realidad la abofeteó con fuerza.

Resultaba que Darío sí tenía sentimientos, solo que no eran para ella.

Lía sonrió sin poder evitarlo y, en medio de esa sonrisa, las lágrimas empezaron a rodar.

En esos cinco años... ¿qué había sido ella, en realidad?

“Lía, qué ingenua, qué ridícula”, se dijo.

Esos cinco años no habían sido más que un largo sueño tonto.

Ahora que el sueño se había hecho añicos, también le tocaba despertarse.

Lía regresó al salón de descanso, se quitó el vestido de novia y se puso su ropa de siempre.

El escándalo de la boda seguía creciendo, ya corría por todos los chismes y redes, así que, cuando Lía volvió al despacho Esquivel & Serrano Abogados, las voces animadas de sus compañeros se cortaron en seco.

A ella no le importó. Siempre había tenido la piel dura: de adolescente había perseguido sin pudor al genio de la Facultad de Derecho, Darío, y ya entonces se había convertido en el chiste de toda la universidad.

Con todo su valor a cuestas, había seguido tras él sin miedo. Solo ahora, después de estrellarse de lleno, entendía por fin que Darío de verdad no la quería.

Lía volvió a su escritorio, imprimió desde la computadora una carta de renuncia, la firmó y la dejó sin dudar sobre el escritorio de Darío en su oficina.

Apenas la soltó, su celular vibró.

Era una llamada de Darío.

—Me dijeron que cancelaste la boda. ¿Por qué no lo hablaste conmigo antes? ¿Tienes idea de lo mal que deja al despacho frente a la opinión pública?

—¿Y qué se supone que hiciera, que no la cancelara? —replicó Lía con frialdad—. ¿Querías que todos los invitados se quedaran sentados en el hotel esperando a que volvieras de rescatar a tu damisela en peligro?

Darío guardó silencio unos segundos, como si no hubiera esperado que ella le contestara así.

Desde el principio, cuando empezaron a salir, Lía había sido como un pequeño sol girando a su alrededor, parloteando sin parar; parecía que siempre estaba llena de energía, siempre sonriendo.

Nunca le había hecho un berrinche.

—Fue mi error —dijo Darío, tan racional y sereno como siempre—. No lo pensé bien.

Lía dejó escapar una risa amarga. De verdad había sido una mocosa que no conocía el miedo; ¿en qué momento se le ocurrió pensar que alguien nacido con el corazón frío terminaría enamorándose de ella?

Lía echó un vistazo a la carta de renuncia sobre el escritorio.

—Darío, mi renun...

Antes de que terminara, una vocecita melosa se coló por el auricular:

—Darío, me duele la cintura. Ven rápido a darme un masaje.

—Estoy ocupado, luego hablamos.

La llamada se cortó y el auricular se llenó enseguida del bip seco de la llamada terminada.
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