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Casi muero por él… y él celebraba con su amante
Casi muero por él… y él celebraba con su amante
작가: Cici

Capítulo 1

작가: Cici
Ciudad Mar, en el hospital.

—¡Embarazo ectópico! Si la trompa se rompe, puede ser fatal. ¡Es una cirugía mayor! ¿Cómo que vienes sola? ¿Dónde está tu esposo? ¡Llama de inmediato para que firme los papeles!

Beatriz Salazar soportó el dolor desgarrador en el abdomen y marcó el número.

El timbre sonó una y otra vez.

Al fin, una voz fría respondió al otro lado:

—¿Qué pasa?

—Simón, ¿estás ocupado? Me duele mucho el vientre, ¿podrías…?

—¡No! —la interrumpió su voz helada con impaciencia—. Si te duele, ve al médico. Estoy muy ocupado.

—¿Simón, quién es? —se escuchó una voz femenina.

—Alguien sin importancia —respondió él, con una voz que de pronto se volvió mucho más suave—. ¿Cuál te gusta? La pujo y te lo regalo.

Luego, solo se oyó el pitido seco de llamada cortada.

El corazón de Beatriz se sintió como si una cuchilla lo partiera en pedazos.

La doctora, al ver su rostro pálido y la respiración agitada, gritó:

—¡Rápido! ¡Preparen el quirófano! ¡Operen ya!

Cuando Beatriz volvió a abrir los ojos, estaba en una habitación del hospital.

—¿Despertaste? Ayer estuviste al borde de la muerte, por suerte te salvamos a tiempo, si no… —dijo una enfermera mientras le colocaba el suero y murmuraba con reproche—. Tu esposo, de veras… ¡Una cirugía tan grave y ni se apareció! Qué irresponsable.

—Toma, este es el número del centro de cuidados. Si necesitas una asistente, puedes llamarles.

—Gracias.

Beatriz tomó la tarjeta, sacó el celular y estaba por marcar cuando una notificación de noticias apareció en la pantalla:

"Simón Herrera, presidente del Grupo Herrera, gasta 14 millones de dólares en el collar de diamantes de la señora Dubarry, solo para complacer a su novia durante su fiesta de cumpleaños, protagonizando un gesto espectacular en plena subasta."

Las palabras hicieron que sus pupilas se contrajeran de golpe.

La foto mostraba el rostro impecable de su esposo.

Beatriz era su esposa en secreto. Llevaban cuatro años de matrimonio.

Él siempre había sido frío, distante, pensó que era su forma de ser.

Por eso, durante años, fingió ser la esposa perfecta, dulce y obediente, intentando derretir su corazón. Pero al verlo abrazar a otra mujer con tanta ternura, bajo los flashes de los periodistas, entendió por fin, que él nunca la había amado.

Sintió un dolor intenso en el pecho, los ojos se le humedecieron. Era momento de rendirse.

Aquel matrimonio, que había sido una farsa durante cuatro años, debía terminar.

Beatriz pidió el alta médica dos días antes de lo previsto.

La doctora frunció el ceño:

—Todavía estás muy débil. ¿Por qué no te quedas un par de días más?

—Tengo asuntos en casa.

—Debes descansar bien, nada de esfuerzos ni de relaciones íntimas. Ven dentro de siete días para un control.

—Gracias. Lo haré.

Cuando volvió a la mansión, Doña Jiménez la recibió con una mirada llena de reproche:

—¡Señora, de verdad cada día está peor! ¡Varias noches sin volver a casa! Si el señor se entera, se va a enfadar muchísimo.

Doña Jiménez, aunque era la ama de llaves, se comportaba como si fuera la suegra.

Había sido nodriza de Simón y se creía con más rango que nadie.

Como Beatriz no era querida por su esposo, nunca la había tratado con respeto.

Beatriz lo sabía.

Esa actitud de la mujer no era más que el reflejo del desprecio de Simón, si él no la autorizara, ella jamás se atrevería.

Antes, con tal de agradar a Simón, Beatriz trataba bien a todos los que lo rodeaban. Aunque la humillaran, siempre callaba.

Pero esta vez, no pensaba hacerlo.

Le soltó una bofetada con fuerza, y con la voz helada:

—¡Atrevida! Eres una sirvienta, no tienes derecho a hablarme así.

—¡Cómo…! —Doña Jiménez se llevó la mano a la mejilla, atónita—. ¿Te atreves a pegarme?

—Sí, ¿y qué? ¿Vas a devolverme el golpe?

La frialdad en su voz hizo que Doña Jiménez se quedara paralizada.

Beatriz no era querida, pero seguía siendo la esposa legítima elegida por Doña Herrera.

La criada tragó su rabia y se calló.

Beatriz subió las escaleras sin mirar atrás.

A sus espaldas, Doña Jiménez murmuró:

—¿De qué te sirve ser bonita si él no te quiere? Tarde o temprano, el puesto de la señora Herrera será de otra.

Las palabras le atravesaron el corazón como cuchillos.

Respiró hondo.

Ya no importaba.

Después de hoy, nada relacionado con Simón volvería a importarle.

En su habitación, Beatriz comenzó a empacar sus cosas.

Eran tan pocas que un solo maletín bastaba.

Al levantarlo, tiró sin querer de la herida y un dolor agudo la hizo doblarse.

El sudor frío le corrió por la frente.

Tomó varias pastillas para el dolor y, agotada, cayó dormida.

Ya entrada la noche, una sombra alta entró en la habitación.

Desde el baño se oía el agua correr. Veinte minutos después, Simón salió envuelto en una toalla. Su rostro era de una belleza imponente, sus hombros anchos, su cintura estrecha, los músculos marcados y cubiertos de gotas que se deslizaban hasta desaparecer bajo la tela.

No dijo nada.

Como si fuera un trámite, levantó la falda del camisón de Beatriz.

Ella se estremeció por el dolor en pleno sueño.

—Me duele… —murmuró, empujándolo débilmente—. Aléjate.

—¿Haciéndote la difícil, Beatriz? —su voz sonó grave y burlona—. ¿Ese es tu nuevo truco?

No solo no se detuvo, sino que la miró con desprecio.

—¿No pediste tú misma a la abuela que fijara esta cita mensual? ¿Y ahora dices que no?

El dolor de la herida abierta le hizo brotar lágrimas.

Sabía que Simón la odiaba.

Años atrás, Doña Herrera los había casado.

Al ver luego la frialdad de su nieto, impuso una regla, él debía acostarse con su esposa al menos una vez al mes.

Y cada vez, él lo hacía sin alma, como un castigo.

Pensó en esos cuatro años de matrimonio y le dolió el alma.

Había sido prudente, paciente, sumisa… y no había conseguido ni una pizca de cariño.

Siendo así, ¿por qué seguir?

—Simón, quiero divorciarme… —alcanzó a decir, cuando de pronto sonó el celular.

Simón odiaba que lo llamaran de noche, pero esta vez contestó enseguida:

—¿Qué pasa?

—Simón, tengo miedo. ¿Podrías venir a acompañarme? —dijo una voz femenina entre mimos.

—Claro —respondió sin dudar, con ternura—. Espérame, llego en veinte minutos.

Colgó.

Se levantó y se fue sin siquiera mirarla.

Minutos después, el sonido del auto alejándose llenó el silencio.

Las lágrimas empaparon la almohada.

Beatriz apretó las sábanas con los dedos pálidos.

Amar y no ser amada… qué diferencia tan cruel.

A la mañana siguiente, dejó el acuerdo de divorcio sobre la mesa y salió con su maleta.

Un dolor agudo le atravesó el abdomen, sintió algo caliente descender por sus piernas.

Bajó la vista.

Una mancha de sangre se extendía bajo sus pies.
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