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Capítulo 2

Penulis: Zafira
Cuando dejé los camarones en la mesa, eché un vistazo a la sala.

Ahí reinaba una armonía casi empalagosa.

Papá, que siempre estaba corriendo por los negocios, de pronto no tenía ninguna prisa: sentado, escuchaba con paciencia a su hija menor contar anécdotas de su año de intercambio.

Mamá, con los ojos llenos de ternura, apretaba a Leticia contra el pecho: decía que estaba más flaca, que había pasado muchas penurias afuera.

Lorenzo, a un lado, se concentraba en pelarle castañas.

Yo no dije nada; miré en silencio aquella postal.

La sala y el comedor eran dos mundos con una línea trazada en medio: de un lado, el bullicio; del otro, la soledad.

—Hermana, ¿por qué te quedas allá parada y no vienes? ¿Sigues enojada conmigo porque mi llegada afectó tu boda?

La vocecita quejosa de Leticia cortó el aire, y recién entonces los tres voltearon a verme.

Papá frunció el ceño:

—¿Y esa cara para quién es? ¡Ven acá de una vez!

Mamá, con fastidio, añadió:

—Lo de tu boda fue por elegir mal la fecha; con Leti no tiene nada que ver. Si te atreves a enojarte con Leti, no me llames mamá.

Leticia hizo puchero y se acurrucó más en mamá:

—Ay, mami, no digas eso, mi hermana se va a poner triste.

Aunque “intercedía”, el brillo de triunfo en sus ojos la delataba.

Yo sabía que Leticia no era inocente.

Una semana antes le había avisado la fecha de la boda.

Leyó el mensaje y dijo que me prepararía una “sorpresa”.

Vaya «sorpresa».

Ese jueguito de obligar a escoger entre dos lo venía practicando desde niña.

Y nunca, jamás, yo era la elegida por mis papás ni por mi hermano.

Hasta mi prometido —el que se suponía que iba a compartir conmigo toda la vida— eligió lo mismo: no escogerme.

Debería dolerme, pero quizá ya estaba anestesiada; al oír todo eso, por dentro no se movió nada.

—No estoy enojada.

Cuando lo dije, todos me miraron con sorpresa.

¿No estoy enojada? Imposible, gritaban sus caras.

Registré sus expresiones y solo sentí ironía.

Claro que sabían que lo que hicieron daba coraje; igual lo hicieron y, encima, me culparon por cómo me sentía.

Y aun así, con mi calma, a mis papás y a Lorenzo algo les olía raro.

Tras un silencio breve, papá habló:

—Mientras no estés enojada, mejor. Somos familia; no te claves.

—Ajá. Lo sé. —Asentí sin chistar.

Como parecía que de verdad no me lo tomaba a pecho, se relajaron y, rodeando a Leticia, se sentaron a cenar.

Además de mis camarones braseados, había un montón de mariscos que preparó la señora que nos ayuda en casa; todo, los favoritos de Leti.

—Leti, estás demasiado flaquita; hay que alimentarte bien.

Las manos de mis papás y de Lorenzo no paraban de servirle; muy pronto, el plato de Leticia quedó como una montañita.

Ella, risueña, siguió presumiendo sus estudios en el extranjero:

que ya tenía un lugar en una orquesta y que estaba por debutar.

Mis papás y Lorenzo no escatimaron en halagos.

Yo comí el arroz en silencio.

Al verme tan callada, a mamá le entró un poquito de culpa y, por fin, recordó lo que yo había pasado.

Dejó un camarón en mi tazón.

Levanté la vista: su gesto se veía forzado.

—Come. No pienses que preferimos a Leti; mira, también te sirvo a ti.

Miré ese camarón durante un buen rato y dejé el tazón.

—No, gracias. Ya estoy llena.

A mamá le picó el orgullo; se molestó:

—¿Qué te pasa?

Iba a seguir, pero Leticia, a su lado, se sujetó el cuello; la cara se le descompuso.

—Mamá… yo… yo no puedo respirar.
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