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El regreso de la auténtica heredera
El regreso de la auténtica heredera
Author: Pececillo Jinete

Capítulo 1

Author: Pececillo Jinete
En verano, poco después de terminar los exámenes de admisión a la universidad, Elena Campos salió sola del hospital y, después de hacer todos los trámites, regresó a casa. Apenas cruzó la puerta de la mansión de los Campos, una maleta cayó con un golpe a sus pies.

En la entrada, una mujer elegante y ostentosa la miraba desde arriba. Su mirada recorrió el rostro delicado y la piel nívea de la muchacha, y en sus ojos brilló un destello de envidia seguido por un desprecio sin disimulo.

—Ya hice que empacaran tus cosas. Desde hoy te largas de esta casa y vuelves con tus verdaderos padres.

Elena ni siquiera bajó la vista hacia la maleta. Con sus ojos fríos se fijó en María Rodríguez, la mujer a la que había llamado mamá más de diez años.

El ruido atrajo a los demás, y pronto el señor Campos y sus hijos salieron a ver qué ocurría.

Al ver la maleta a los pies de Elena, miró a su esposa con tono de reproche:

—María, ¿qué estás haciendo? Elena ha sido nuestra hija por dieciocho años.

—¡Es una inútil que nunca devolverá lo que gastamos en ella! —respondió María, fulminando a Elena con la mirada—. Le dije que cediera el puesto de embajadora de imagen de la ciudad a Rebeca, ¡y me ignoró como si nada! Si no hubiera averiguado la lista final, aún estaría engañada. ¡Si tuviera un mínimo de conciencia, no habría quitado lo que es de su hermana!

En los ojos de Rebeca Campos apareció un destello de envidia, que rápidamente intentó ocultar. Fingiendo tristeza, dijo:

—Mamá, no digas eso, es normal que Elena no quiera ceder la oportunidad. Tal vez yo no hice suficiente, por eso no me eligieron…

—¿Cómo que no hiciste suficiente? Todo lo que ella tiene se lo debe a los Campos —dijo María suavizando la voz para consolar a su hija.

Elena observaba en silencio aquella escena. Desde niña había presenciado esa farsa una y otra vez. Ahora ya no sentía nada, apenas ganas de reír.

Cuatro días antes, se había lanzado para salvar a Rebeca y un auto la había arrojado más de veinte metros. Todos pensaron que moriría.

Cuando María y los Campos llegaron al lugar del accidente, lo primero que hicieron no fue preocuparse por sus heridas, sino calmar a Rebeca, que lloraba por el susto.

Tirada en el suelo, Elena apenas era consciente, sentía el cuerpo helado, pero lo que realmente la estremecía era escuchar la conversación entre sus padres adoptivos:

—El frente del auto quedó destrozado, seguro no sobrevivirá.

—Mejor así. Si muere, quiere decir que realmente bloqueó la desgracia de Rebeca. No fue en vano haberla criado tantos años…

Elena siempre supo que solo era un instrumento para proteger a Rebeca de la mala fortuna.

De niña no entendía por qué cada vez que Rebeca enfermaba, María le exigía cuidarla de día y de noche. Después, Rebeca sanaba rápido, pero ella caía enferma con fiebre durante días.

Más tarde, con la guía de su maestra, Elena entendió que los destinos de ambas se complementaban.

Elena representaba la mitad buena de la balanza.

Los Campos la habían criado junto a Rebeca para que su propia fortuna limpiara las desgracias de la otra. Cada vez que bloqueaba una calamidad, la suerte de Rebeca mejoraba, mientras la de ella se deterioraba.

Si no hubiera estado preparada, probablemente habría agotado toda su energía y muerto en el accidente.

Pero precisamente esa desgracia la llevó a reencontrarse con su padre biológico.

—¿Ya terminaron? —dijo Elena con frialdad—. ¿Puedo irme?

Después de haber escuchado cómo esa pareja discutía fríamente sobre su muerte, Elena perdió cualquier esperanza que aún tuviera respecto a los Campos. Salir de allí no le provocaba la menor nostalgia.

—Elena, no le guardes rencor a tu madre, en parte tienes la culpa de lo sucedido —dijo el señor Campos con su seriedad habitual —. Ya que encontraste a tus padres biológicos, debes irte con ellos.

—Elena—dijo Rebeca con voz temblorosa—, no te enojes con mamá, ella lo hace por mí.

Tomó de un lado un sobre y se lo entregó:

—Es para tus gastos del viaje. Papá me dijo que tus padres viven en las montañas, en un lugar muy pobre y sin internet. Te servirá llevar efectivo.

María resopló con desdén:

—No digas que no pensamos en ti. Con ese dinero tienes para vivir un año allá. Bastante generosos hemos sido.

—Cuando llegues ahí, probablemente no nos volvamos a ver. Dicen que en esas montañas hay muchos hombres mayores que no consiguen esposa, así que allá podrías casarte. De todos modos, tus calificaciones son normales, seguro no entras a la universidad.

Elena la miró, indiferente, y replicó con calma:

—Tus arrugas en la frente son signo de tanto cálculo y deudas kármicas. En vez de preocuparte por mí, deberías gastar esos dólares en una mascarilla.

Hizo una pausa y remató con ironía:

—Aunque tal vez no te sirva de nada.

El comentario, dicho con toda seriedad, hizo que el rostro de María se torciera de furia.

—¡Maldita mocosa! ¡¿Quién te dio derecho a hablarme así?! —exclamó, levantando la mano para abofetearla.

Elena la esquivó con calma, dejándole el golpe al aire.

María, incrédula:

—¿Todavía te atreves a esquivarlo…?

Rebeca se apresuró a interponerse y la sujetó del brazo:

—Elena, no hagas enojar a mamá, si hablas bien, ella te perdonará.

En realidad, solo quería que Elena dejara de esquivar los golpes de María.

Elena levantó la mano dispuesta a apartarla, pero sus ojos se detuvieron al ver el brazalete de jade en la muñeca de Rebeca.

La sujetó con fuerza y preguntó con voz gélida:

—¿Por qué ese brazalete está contigo?

Rebeca, que la llevaba para presumir, se sorprendió al ser detenida tan bruscamente y exclamó:

—¡Ay, duele…!—

En cuanto oyó el grito, María cambió el semblante, apartó de un tirón a Elena y le gritó furiosa:

—¡Elena! ¿Qué intentas hacer?

Pero Elena mantenía la mirada fija en Rebeca, con voz fría:

—Ese brazalete me la dejó mi abuela.

—¿Tu abuela? Ese brazalete lo dejó para la hija de los Campos. Tú ya no eres parte de esta familia, ¡así que le pertenece a Rebeca!

Elena apretó los dientes, soltó la maleta y miró a su padre:

—No quiero llevarme nada de esta casa, solo ese brazalete que me dejó mi abuela.

Si aún quedaba algo de afecto hacia los Campos, había sido solo la abuela.

Era la única que la había querido de verdad, y hasta sus últimos momentos pensó en cómo estaría Elena después de su partida.

Ese brazalete era el único recuerdo que le había dejado.
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