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Capítulo 4

Author: MIA
Instintivamente quise apartar mi mano, pero su fuerza era tan grande que no pude soltarme.

Su mirada, ardiente como el fuego, me quemaba la piel hasta dolerme.

De pronto, Judith, tendida en el suelo, volvió a gemir con voz alta.

—Samuel, me duele mucho el vientre...

El rostro de Samuel cambió de inmediato; enseguida se inclinó con preocupación para revisar el estado de Judith, luego la tomó en brazos y corrió hacia afuera.

Apreté los dientes y traté de incorporarme a pesar del dolor en la rodilla, pero no lo logré.

Alguien, al ver la sangre en el suelo, se asustó tanto que llamó enseguida a una ambulancia. Fui trasladada al hospital para recibir atención.

El doctor Ramírez utilizó unas pinzas para sacar uno a uno los fragmentos de vidrio de mi rodilla.

Yo apretaba los dientes del dolor, y justo entonces escuché voces provenientes del cuarto contiguo.

—Cariño, por suerte tú y el bebé están bien, casi muero del susto.

—No pasa nada, Samuel, y tampoco culpes tanto a Elena. Es solo que le encantan esas joyas...

Samuel le daba de comer a Judith con ternura, cucharada tras cucharada de avena con leche. Entre risas y murmullos cariñosos, su intimidad me atravesaba el pecho como una aguja, haciéndome doler el corazón.

Intenté ignorar las voces del otro cuarto, mientras veía cómo el doctor vendaba mi rodilla y me indicaba con paciencia los cuidados necesarios.

Cuando regresé a casa ya era de madrugada.

Al abrir la puerta, encontré a Samuel sentado en el sofá de la sala esperándome.

Al verme entrar, apenas levantó los párpados, pero su tono llevaba un reproche.

—¿Por qué regresas tan tarde?

—Me lastimé la rodilla, fui al hospital a que me las vendaran.

Al oír eso, se quedó un momento en silencio, miró instintivamente mi rodilla envuelta en vendas con cierta preocupación, pero enseguida recuperó su frialdad habitual.

—Hoy perdí el control y te pegué.

—Aquel muñeco que tanto te gustaba, lo reparé.

Colocó el viejo muñeco sobre la mesa de centro.

Las puntadas torcidas resaltaban, demasiado visibles.

Sabía que, sin importar cuánto lo remendara, nunca volvería a ser el mismo.

Como nuestro amor: una vez hecho pedazos, ya no había forma de repararlo.

El tono de Samuel volvió a ser de reproche.

—Si te gustan las joyas, solo tienes que decírmelo. ¿Por qué hiciste daño a Judith?

—Ahora está embarazada, deberías controlar ese genio tuyo.

Me mordí los labios e intenté defenderme.

—¿Y si te digo que no la empujé?

Samuel frunció el ceño.

—¿No fuiste tú? ¿Entonces se cayó sola?

—Había cámaras en la subasta, ¿por qué no revisas las grabaciones?

—No hace falta. Judith valora demasiado a este bebé, no mentiría con algo así.

Samuel alzó la voz, y mi corazón comenzó a latir con fuerza.

Terminé guardando silencio. No quería seguir con explicaciones inútiles.

El Samuel de antes me trataba como a un tesoro. Por un mínimo rasguño por descuido, me consolaba con ternura durante mucho tiempo. Jamás habría podido pegarme.

Pero eso ya quedó atrás. Ahora solo creía en las palabras de Judith.

Samuel me observó por largo rato. Su mirada era compleja, como si quisiera descifrarme por completo.

—Si de verdad quieres explicarte, puedo darte una oportunidad. Pero tendrás que contarme todo.

—¿Por qué me dejaste hace cinco años?

—¿Y cómo te hiciste esa cicatriz en la mano?

Sentí que el pecho se me apretaba.

No era que no hubiera pensado en contárselo todo.

Pero ya habían pasado cinco años. ¿De qué serviría remover esa vieja herida ahora?

Samuel ya no era aquel hombre que solo me amaba a mí. Se había acostado con tantas mujeres, y ahora Judith esperaba un hijo suyo.

Aunque le dijera la verdad, solo aumentaría nuestro dolor.

Además, pronto me iría.

Al final, solo negué con la cabeza.

—No es nada importante, solo una tontería que pasó en el extranjero.

—Y sobre por qué te dejé... ¿acaso no lo sabes?

—Después de lo que te pasó, ¿cómo podía creer que serías capaz de protegerme?

Las palabras parecieron herirlo. Tomó el muñeco de la mesa y me lo lanzó, gritando fuera de sí:

—¡Lárgate!

El golpe me hizo gemir del dolor. Tomé mi muñeco y me di la vuelta para marcharme.

Detrás de mí, escuché su voz, llena de odio:

—Elena, me arrepiento tanto de haberme enamorado de ti.

No me detuve ni miré atrás. Solo cerré la puerta detrás.
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