El día de la sentencia, mi prometido Diego González me tomó de la mano, sollozando, y me pidió que dejara de defender mi inocencia y firmara un acuerdo de culpabilidad. —Clara, sé que tú no hiciste nada… pero Isabella está esperando un hijo mío. No puedo permitir que ella vaya a la cárcel. Hazlo por tu bien, por favor —suplicó, con lágrimas que le empañaban la mirada. Sin dudarlo ni un instante, firmé el acuerdo. En mi vida anterior me negué a cargar con la culpa de Isabella García y, por eso, no solo terminé tras las rejas: la furia de Diego envió gente a torturarme hasta dejarme estéril. Esta vez me propuse complacerlo. A la mañana siguiente, los noticieros reventaron con la primicia de que yo había robado secretos comerciales de la Corporación López. Para colmo, Isabella se presentó como testigo. —Sí, fue ella; la vi con mis propios ojos infiltrarse en la compañía —declaró ante las cámaras. Pero aquella tarde, cuando inició la audiencia, el demandante Santiago López, director general de la corporación, retiró la acusación. Bajo la mirada atónita de la prensa, sacó un anillo, se arrodilló y me preguntó: —Clara, ¿en esta vida aceptarías casarte conmigo?
ดูเพิ่มเติม—Deberías dormir —susurró Santiago, y se acomodó a mi lado. Me rodeaba la cintura con cuidado de no rozar las heridas—. Anda, duermo contigo.Mis lesiones estaban mejorando, pero él seguía sin dejarme salir.—Aunque Diego esté preso, la familia González sigue ahí. No me fío —murmuró, acariciando las marcas que aún quedaban en mis muñecas.Chasqueé la lengua con resignación.—¿Piensas encerrarme de por vida?De pronto bajó la cabeza y atrapó mi lóbulo con los dientes; un gruñido grave vibró en su pecho.—Si pudiera te escondería, que nadie te viera —su posesividad aceleró mi pulso, así que lo provoqué:—Eso sería secuestro, señor López.Él rió, hundió los dedos en mi cabello, sujetó mi nuca y me devoró la boca.—Ve y denúnciame —desafió.El beso fue hondo y feroz, hasta que mis piernas cedieron. Me limpió el labio con el pulgar; sus ojos eran un pozo oscuro.—El juez seguro me absuelve —susurró.—¿Por qué?—Porque… te amo demasiado.Tres meses después, Grupo González quebró.Diego e Isa
—¿Y el bebé? —pregunté sin pensar.Isabella se llevó las manos al vientre; la prótesis de silicona se deslizó hasta la cadera. Con un chillido tomó un candelabro del recibidor y lo arrojó contra Diego.—¡Todo es tu culpa! ¡Obligarme a fingir embarazo lo arruinó todo!El metal le abrió la ceja; la sangre brotó de inmediato.—¿Estás loca? —gruñó Diego. Se limpió el hilo rojo y, cegado de ira, la sujetó por el cuello.—¡Si no hubieras inventado esa panza, no estaríamos hundidos!—S suelta… —Isabella arañó su cara, dejándole surcos sangrientos—. ¡Fuiste tú quien dijo… que Clara era estéril… que fingiera embarazo para culparla!Un escalofrío me dejó helada. Así que llevaban tres años confabulando…—Vaya función. —La voz de Santiago retumbó en la puerta. Apoyado en el marco, hacía girar una grabadora entre los dedos—. Esta confesión es más clara que cualquier video.Entró y me atrajo contra su pecho; su mirada, afilada, taladró a Diego. Este soltó a Isabella al instante. Ella cayó, tosiendo.
—Estas noches me despierto a medianoche… —la voz de Diego se quebró—. Te sueño bañada en sangre, preguntándome por qué te traicioné…Aparté la mirada, pero los recuerdos con él seguían taladrándome.—Dame una última oportunidad…Antes de que reaccionara, sacó una navaja plegable y la hundió con fuerza en su propio muslo. La sangre brotó al instante; él apenas soltó una mueca.—Este corte paga el primer latigazo.Volvió a alzar el cuchillo hacia la otra pierna.—Voy a devolverte los noventa y nueve uno por uno.Un chispazo de horror me sacudió; quité la cadena y le sujeté la muñeca. El hedor metálico me nubló la cabeza, sin saber si era odio o compasión lo que se me partía en el pecho.Aprovechó para rodearme las piernas, empapándome de lágrimas ardientes.—Prometo pasarme la vida compensándote… Si quieres mi muerte, tómala ahora.La sangre formaba un charco bajo ese rostro que tanto añoré alguna vez. El cansancio me tentó a perdonarlo…hasta que vi a Isabella en la puerta, con el vientr
Apenas tres días después, la familia González aflojó una fortuna y Diego obtuvo libertad bajo fianza.Aquella tarde, yo leía en el balcón del pent house de Santiago cuando sonó el timbre.Miré el monitor y allí estaba Diego, impecable en traje y corbata, sosteniendo un enorme ramo de rosas. Sonreía con la misma ternura de siempre, como si sus berridos en el tribunal jamás hubieran ocurrido.Solté una risita sarcástica y oprimí el botón del interfón:—Lárgate.Su sonrisa se tensó, pero enseguida recobró el gesto suplicante.—Clara, sé que me odias, pero dame cinco minutos. Solo cinco, ¿sí? Necesito hablarte cara a cara.Estuve a punto de colgar; luego pensé: ¿por qué facilitarle las cosas?Fui a la puerta y abrí, sin quitar la cadena de seguridad.Los ojos de Diego se iluminaron. Dio un paso, pero la cadena lo frenó.—Clara… —murmuró.Su mirada cayó en el collar con diamante que pendía de mi cuello: el regalo de compromiso del señor López. Las pupilas de Diego se contrajeron, aunque se
El juez asintió y los alguaciles arrastraron a Diego e Isabella fuera de la sala.Cuando todo terminó, Santiago insistió en manejar él mismo. No me llevó a la mansión plagada de pesadillas, sino a su pent-house en el Centro.La sangre había empapado de nuevo mi blusa; las heridas ardían. Santiago, nervioso y dolido, me acomodó con extremo cuidado en el sofá, como si fuera de cristal.—El médico ya viene —murmuró.Vi el nudo entre sus cejas y no pude evitar alisarlo con los dedos.—Son rasguños —mentí.Él me sujetó la mano, ronco:—Debí encontrarte antes.—Llegaste a tiempo —apoyé la cabeza en su hombro—. En esta vida, no nos perdimos.***Recuerdo de la vida pasadaTras la paliza en prisión, las reclusas —a órdenes de Diego— destrozaron mi útero con instrumental helado. Ya sin lágrimas, oí al médico confirmar que jamás tendría hijos.Entonces estalló un tumulto afuera:—¡Señor López, no puede entrar!La puerta del consultorio voló por los aires. Santiago irrumpió cubierto de sangre; tr
5La sala estalló en un murmullo ensordecedor. Los flashes de las cámaras chisporrotearon como fuegos artificiales y Diego se puso de pie de golpe, lívido.—Señor López, ¿qué significa esto? —bufó.Santiago ni siquiera le dirigió una mirada; caminó directo hacia mí y se arrodilló en un solo gesto. Con suma delicadeza soltó la cuerda que me aprisionaba las muñecas, su voz un murmullo imposible de creer en aquel caos:—Clara, llegué tarde.Alcé la cabeza, débil, y me encontré con sus ojos profundos. En la vida pasada, este hombre irrumpió en la prisión para salvarme y terminó muriendo conmigo en un incendio. Saber que también había renacido me quebró.—Santiago… —pronuncié entre sollozos.Con la yema de los dedos me secó las lágrimas, como si yo fuera un tesoro frágil.—No temas, Clara; ahora te cuido yo.Se volvió hacia el equipo médico:—Atiendan sus heridas de inmediato.Los paramédicos me rodearon. Cuando descubrieron la espalda surcada de latigazos, la mirada de Santiago se heló.—¿
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