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Capítulo 05

Author: Valentina García
Gabriel Fuentes apretó los puños, furioso, mientras miraba fijamente a Julieta, quien sabía perfectamente lo que él quería decir.

Respirando con dificultad, su cuerpo se desplomó en el suelo como si le hubieran quitado toda la energía. Se frotó el oído, que seguía zumbando tras la bofetada, y empezó a recoger nuevamente la ropa del piso.

—¿No era eso lo que querías? ¿Divorciarte de mí para casarte con Camila Figueroa? Solo queda esta y dos más —dijo con voz baja pero firme—. ¿Vas a echarlo todo a perder ahora? Para serte sincera, las dos primeras no me convencieron. No estarás pensando en no divorciarte, ¿verdad? —inquirió, mirándolo directamente a los ojos.

Gabriel le devolvió la mirada, cargada de sarcasmo y desprecio.

—Julieta... el que tiene dignidad, sabe cuándo irse. Tú, por desgracia, no. Haré esta tercera estupidez tuya —dijo con los dientes apretados—. Pero que te quede claro: la familia Ramírez ya no puede protegerte. Si vuelves a ponerle una mano encima a Camila, te vas a arrepentir de haber nacido.

Julieta bajó la cabeza y sonrió con amargura.

Amenazas... ¿Acaso no sabía ella cómo responderlas? En sus años más intensos de peleas, Gabriel jamás había sido rival para ella. Y pronto, ni siquiera haría falta discutir más.

Gabriel salió de la habitación y llamó a Camila. Con un par de palabras dulces, logró calmarla y organizar su regreso anticipado a casa.

Julieta observaba desde la ventana. Ver cómo él cuidaba de otra, con tanto cuidado, le sabía a hiel.

No era que Gabriel no supiera amar. Era que simplemente… no la amaba a ella.

Cuando volvió a la habitación, Julieta aún estaba luchando con su maleta. Gabriel no soportó más. La levantó del suelo de un tirón y empezó a meter la ropa por su cuenta.

—Inútil. ¿Tanto tiempo y no puedes guardar cuatro trapos? Cualquiera pensaría que te estás muriendo y no te queda fuerza ni para eso.

Julieta, sin inmutarse, lo miró de reojo.

—Exacto. Me estoy muriendo. ¿Y? ¿Te arrepentirías de haberme tratado así si me muero?

Gabriel se detuvo un segundo. Luego soltó una risa cargada de veneno.

—¿Arrepentirme? Ni lo sueñes. Si te mueres, organizo tres días de fiesta, fuegos artificiales, e invito a toda ciudad a brindar por mi libertad.

Julieta se echó a reír, con lágrimas en los ojos, y se abrazó el abdomen mientras murmuraba:

—Tienes una lengua más afilada que un cuchillo. Al fin y al cabo, compartimos cama, ¿no?

Julieta no se quedó más tiempo. Sabía que su cuerpo no aguantaba.

Al volver a Ciudad del Río, estuvo una semana entera sin levantarse de la cama.

Después de cada sesión de radioterapia, su cabello se caía en mechones. Lo podía ver en la almohada, en la ducha, en cada espejo que cruzaba.

Cuando Gabriel la llamó para apurarla con las últimas dos cosas, Julieta estaba escondida en el baño... llorando en silencio.

Pasó toda la tarde llorando. Al terminar, se puso una bufanda y salió a comprar una peluca.

Cuando Gabriel la vio, levantó una ceja.

—¿Te cortaste el cabello?

Julieta no contestó, sino que se limitó a abrir la puerta del auto y se sentó en el asiento del copiloto sin mirarlo.

—Vamos.

Gabriel frunció el ceño. Trató de tocarle la cabeza, curioso, pero Julieta esquivó su mano con rapidez.

—No tenemos tiempo que perder. ¿Vas a arrancar o no?

Él se encogió de hombros y puso el coche en marcha.

—Por si no lo recuerdas, quedan menos de siete días de la bendita «reflexión obligatoria». Más vale que pienses rápido en esas dos últimas cosas.

Julieta, mirando por la ventana con ojos perdidos, no respondió.

Antes, estaba tan ocupada discutiendo con él, tan empeñada en que la notara, que nunca se había detenido a ver lo hermosa que era su ciudad. Había creído que si lograba ponerse al mismo nivel que Gabriel, podrían mirar juntos hacia el mismo horizonte.

Pero ahora entendía la verdad.

A quien no te ama, puedes tenerlo al lado... y, aun así, ser completamente invisible.

Y quien sí ama, es capaz de doblar su orgullo, su espalda y todo su mundo por esa persona.

La cuarta cosa que Julieta le pidió a Gabriel fue ir con él a un parque de diversiones.

—Qué infantil —gruñó él, lanzándole una mirada de desprecio.
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