Cuando la exnovia de mi esposo sufrió quemaduras con agua hirviendo, él, para castigarme, me metió en una vaporera lo suficientemente grande para una persona y subió la temperatura al máximo. —¡Pagarás el daño que sufrió Luciana, multiplicado por mil! —sentenció. Atrapada en ese espacio estrecho, apenas podía respirar, mientras mi cuerpo ardía y yo le suplicaba entre lágrimas: —¡Por favor, voy a morir! Pero él, abrazando a su exnovia, se marchó sin mirar atrás. —Tranquila, no morirás. ¡Pero sí entenderás el sufrimiento de Luciana! Grité desesperada dentro de la vaporera mientras el agua hirviendo, debajo de la bandeja, me salpicaba la piel. Poco a poco, mi voz se fue apagando. Él se fue de viaje al extranjero con su exnovia, y, solo una semana después, al regresar al país, recordó mi existencia. —Esa maldita ya debe haber aprendido su lección. ¡Sáquenla de ahí! Lo que él no sabía era que en aquella vaporera, que había dejado calentarse cuando el agua se evaporó, mi cadáver ya estaba cubierto de gusanos.
View MoreJosé fue arrestado. A pesar de las innumerables frascos de desodorante ambiental que había utilizado, no podía ocultar el hedor que emanaba de mi cuerpo después de tantos días.Mi cadáver finalmente pudo abandonar aquella horrible vaporera, aunque debido a que José no había tomado ninguna medida especial, cuando los profesionales intentaron sacarme de la bandeja, mi carne putrefacta ya se había adherido a ella, desprendiéndose grandes trozos de piel y músculo descompuesto.Viendo a los especialistas forenses contener su malestar físico mientras cumplían diligentemente con su trabajo, sentí cierto remordimiento.Un estado tan horroroso de muerte podría causarles un trauma psicológico. Debería considerarse como un accidente laboral.Luciana y los sirvientes también fueron rescatados. Viendo el estado demacrado de Luciana, comprendí que cuando José los registró antes de encerrarlos, había pasado por alto un teléfono móvil.Fue precisamente ese teléfono olvidado lo que permitió a Luciana y
José arrojó a Luciana al sótano, encerrándola junto a los sirvientes que conocían lo sucedido con Manolo.En aquel sótano oscuro y húmedo, hombres y mujeres inconscientes se apretujaban como sardinas en lata.Mientras veía a José cerrar sin piedad la puerta del sótano, de repente me alegré de que no tuviera tendencias caníbales.De lo contrario, ni estas personas inconscientes ni yo, que ya estaba cocida al vapor, habríamos escapado de sus manos.Después de aquel colapso emocional, José pareció activar algún mecanismo de autoprotección, volviendo obstinadamente a creer que yo no estaba muerta, que solo me escondía para evitarlo.Para encontrarme, incluso utilizó sus contactos para buscar intensamente al antiguo mayordomo.Recordé con alivio el día que vi al mayordomo subir al avión que lo alejaba de aquí.Después de toda una vida sirviendo a José, no merecía sufrir este tormento en sus últimos años.Desde que Luciana fue arrojada al sótano, José perdió completamente el interés en ella.
En los días siguientes, José despidió a todos los sirvientes y roció enormes cantidades de ambientador alrededor de la vaporera.Su rostro mostraba una sonrisa triunfante:—¿Pensabas asquearme con ese hedor y los insectos? ¡Imposible!Los frascos vacíos de ambientador ya formaban una pequeña montaña a su lado. Incluso me preocupaba que pudiera morir intoxicado allí mismo.Aunque para él, esa muerte sería demasiado piadosa.Golpeó hasta dejar inconsciente al sirviente que había ayudado a deshacerse del cuerpo de Manolo y lo arrojó al sótano.Y a Luciana la mantenía prisionera en la mansión.Acariciaba su rostro con un afecto enfermizo:—Luciana, no temas. Cuando atrape a María, te liberaré.—La arrojaré frente a ti para que te pida perdón.—Me divorciaré de ella y nos casaremos inmediatamente. Me darás un hijo inteligente, no como Manolo.Luciana, atada de pies y manos en la cama, derramaba lágrimas de miedo mientras José las besaba suavemente de sus mejillas.Sospechaba que el estado m
Después de muchos días, mi cadáver finalmente volvió a ver la luz, en lugar de permanecer en esa estrecha vaporera.En el reducido espacio, mi cuerpo estaba encogido, con los brazos abrazándose a sí mismo, como si así pudiera reducir la superficie expuesta al sufrimiento.La carne, blanquecina por haber sido cocida al vapor, el rostro aún mostrando vagamente una expresión de dolor, y las cuencas vacías, luego de que los gusanos devoraran mis ojos. Las larvas entraban y salían de mis fosas nasales y mis oídos, perturbadas pro la intrusión de José. José palideció y retrocedió bruscamente, aferrando instintivamente el amuleto de madera de durazno que llevaba al cuello. Su cuerpo se tambaleó, buscando algo donde apoyarse para mantener el equilibrio, pero mano tocó un puñado de gusanos blandos y viscosos. Como si se hubiera electrocutado, agitó la mano frenéticamente, mientras, con la voz entrecortada, decía:—María, ¿crees que puedes engañarme poniendo el cadáver de otra persona? ¡N
Aunque yo no podía olerlo, por la expresión de José, sentí que el hedor era insoportablemente penetrante.La habitación, sin ventanas abiertas, estaba saturada de pestilencia, por lo que, cuando abrió la puerta, el olor lo golpeó con tal fuerza que su rostro se llenó de espanto y apenas podía mantener los ojos abiertos.—¿Por qué huele tan mal...? María, ¿qué truco estás intentando? ¡No me engañarás!«Sí, ¿por qué huele tan mal?», pensé. Solo era mi cadáver invadido por larvas de moscas, bichos reproduciéndose por montones, mientras emanaba el hedor de la putrefacción.«¿Apenas entras y ya no lo soportas?», me burlé. «Cuando abras la vaporera y veas en qué estado me encuentro, ¿cuál será tu reacción?»Aunque José intentaba sonar valiente, su mano tembló al encender la luz.En el momento en que la habitación iluminó, quedó paralizado ante la escena.En el centro de la habitación estaba la vaporera de media altura. El fuego debajo se había extinguido hacía tiempo, dando la sensa
El hijo que había llevado en mi vientre por nueve meses, soportando las náuseas y el malestar, al que había dado a luz con esfuerzo, murió ante mis ojos.Ese pequeño tesoro que dormía tranquilo frente a mí, que corría a mis brazos sonriendo y me llamaba «mamá», ahora tenía el rostro azulado, una clara marca de estrangulación en el cuello y ningún aliento de vida.Intenté buscar algún rastro del alma de Manolo a mi alrededor, pero no encontré nada.Luciana soltó un grito y se refugió en los brazos de José, como si hubiera sufrido un terrible shock.—José, ¿crees que Manolo nos guarde rencor? —preguntó, con voz temblorosa—. ¿Vendrá a buscarnos?José, con expresión sombría, evidentemente sorprendido de que su hijo, quien siempre lo evitaba, se hubiera suicidado, ordenó:—Mayordomo, comunica que el hijo adoptivo del Grupo Ocampo falleció por una enfermedad repentina, a pesar de los esfuerzos médicos.Sin embargo, un momento después, pareció reconsiderarlo y lo detuvo:—Espera, no e
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