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Capítulo 5

Author: NatiDoti
Para celebrar el renacer de Selena, Amaya reservó toda la terraza de Cima Nube Bar, un lounge exclusivo para socios en Ciudad Marazul.

Selena se puso el outfit que Amaya había elegido para ella: un vestido negro largo de tirantes, minimalista, que hacía su piel aún más luminosa; las clavículas, finas, parecían una pieza de arte.

—Ven, Seli, tómate esta —alzó Amaya su copa, con una sonrisa franca que le iluminaba la cara—. Brindo por la Selena que no quiso ver. Desde hoy, vives para ti.

Selena la miró y, por fin, una sonrisa tenue le tocó el fondo de los ojos. Alzó su copa, la chocó con un tin claro y dijo en voz baja:

—Brindo por mí.

El trago dejó fruta con un puntito amargo y el calorcito justo del alcohol. Contagiada por su amiga, se fue soltando; bebió un par de copas. Las mejillas se le tiñeron de rosa y, en la mirada, el vacío dio paso a un brillo distraído, húmedo.

Se puso de pie rumbo al baño.

Los sanitarios quedaban al final del pasillo, detrás de una galería tranquila.

A mitad de camino, se abrió de golpe la puerta de un privado: salieron tambaleándose varios hijos de papi, borrachos, y se le plantaron enfrente, tapándole el paso.

El que iba adelante, pelo engominado y cadena de oro gruesa al cuello, la recorrió con los ojos sin pudor.

—Qué onda, guapa, ¿solita? —se le pegó con una sonrisa babosa y estiró la mano para agarrarle la muñeca—. No te vayas. Pásate con nosotros un rato.

Selena se echó un paso atrás; la neblina del alcohol se le fue de golpe.

—Hazte a un lado.

—Uy, trae carácter —se burló el del rubio oxigenado. En lugar de retirarse, cerraron el círculo entre todos, acortando distancias—. No seas así, princesa. Nos sobra la lana.

Selena se zafó con fuerza. Eso los enfureció.

¡Paf!

La bofetada del engominado no fue brutal, pero ardió y, sobre todo, humilló. Esa punzada fue la llave que le abrió, de golpe, la compuerta más oscura.

La impotencia de que la arrastraran por la fuerza, el hedor alcohólico pegado al aliento de un hombre…

Un zumbido seco. La mente se le quedó en blanco.

***

Cinco años atrás. En la frontera. Una bodega abandonada.

En el aire, pólvora, sangre, moho.

Un secuestrador la tenía aplastada contra el piso; la mejilla raspaba el cemento.

Otro se agachó y, con una mano negra de grasa y mugre, le apretó la mandíbula, obligándola a levantar la cara.

—Qué bien hecha estás —escupió, en un idioma que no entendía, con una risa lasciva.

Selena se retorció con desesperación… y solo consiguió que le hundieran más el peso.

¡Paf!

La bofetada le reventó la mejilla. Dolor, humillación y un miedo absoluto le mordieron el corazón como víboras.

A Selena le zumbaron los oídos; la vista se le volvió negra.

Vio al secuestrador de aquel recuerdo —risa torcida— soltándose el cinturón…

***

El pánico la inundó como marea. Se vació por dentro: mirada perdida, cuerpo rígido. Dejó de luchar.

El engominado tiró de ella como de una marioneta sin alma, arrastrándola paso a paso hacia la puerta del privado, la antesala del infierno.

En ese preciso instante—

Se abrió una puerta al fondo del pasillo.

Ian Leal, que salía de una reunión con amigos, vio de reojo a la figura que jalaban en medio del corredor.

Esa espalda le resultó vagamente familiar.

Era ella.

—Con permiso —les dijo a sus amigos.

Echó a andar a zancadas. No habló más. Al llegar, soltó una patada lateral seca al costado del tipo que sujetaba a Selena.

El hombre soltó un grito y salió disparado como costal.

Ian sacó a Selena de las manos del engominado y la colocó detrás de su cuerpo.

Los demás, envalentonados por el alcohol y porque estaba solo, lo cercaron al instante.

—¿Y tú quién carajos eres para meterte? —escupió uno—. ¡Denle!

Ian mantuvo a Selena a su espalda. Los ojos, calmos como agua; el cuerpo, veloz como un felino.

Sin florituras: técnica directa.

Puño. Codo. Rodilla.

Cada impacto sonó sordo y contundente.

Bastaron unos cuantos cruces para que los valentones terminaran por el piso, desparramados, gimiendo.

Cuando Ian ya bajaba la guardia—

Uno de los que había caído se incorporó a trompicones, ojos inyectados.

Agarró un jarrón de cerámica decorativo apoyado contra la pared y, por la espalda, lo alzó para reventárselo en la nuca.

Ian sintió el viento detrás. Las pupilas se le contrajeron.

Su primer reflejo no fue apartarse: atrajo a Selena con más fuerza contra su pecho y presentó la espalda para cubrirla.

Al mismo tiempo, giró desde la cintura y lanzó una patada giratoria que le dio de lleno en la muñeca al atacante.

¡Craash!

El jarrón se soltó y estalló en el piso en mil pedazos.

El agresor cayó con un alarido y quedó fuera de combate.

El mundo entero pareció quedarse en silencio.

Selena fue jalada de golpe a un abrazo firme y cálido; a la altura de la nariz, un aliento leve a alcohol se mezclaba con un aroma limpio a sándalo que le supo a refugio.

“Este abrazo…”

“Ese gesto instintivo de ponerme detrás…”

Bajo fuego cruzado, aquel soldado del que no alcanzó a ver el rostro la cubrió igual, pegándola al suelo y ofreciendo la espalda para detener esquirlas y piedras.

Memoria y presente encajaron perfectamente.

Una seguridad absoluta le atravesó la niebla que la oprimía desde hacía cinco años.

Selena despertó.

Vio que uno de los tipos intentaba levantarse. Apretó la mirada, tomó su bolso rígido de piel y descargó la esquina metálica en la nuca del agresor.

El sujeto soltó un quejido y se desvaneció.

Entonces llegaron Amaya Reyes y el equipo de seguridad del bar, alertados por el alboroto.

El pasillo era un campo arrasado: restos por todas partes y los matones tirados y gimiendo.

Amaya alcanzó a ver quién era el hombre que había intervenido… y abrió la boca como para tragarse un huevo.

—¿T… tío Ian?

Cuando confirmaron que todo estaba bajo control, Selena cayó en la cuenta de lo cerca que había estado de Ian Leal. Se le encendieron las mejillas y dio dos pasos atrás, con la cabeza baja, incapaz de mirarlo.

Amaya, en cambio, los recorrió con una mirada traviesa —“aquí hay algo”—. Avanzó, tomó la mano de Selena y formalizó:

—Tío Ian, ella es mi mejor amiga, Selena Solís. Seli, él es mi tío, Ian Leal.

La mirada de Ian pasó, pensativa, por las mejillas y el cuello enrojecidos de Selena. Luego se volvió hacia Amaya, recuperando el tono de adulto y una pizca de reproche que no admitía réplica.

—Niñas, a estas horas y en un lugar así… ¿no se les ocurre que es peligroso?

Pese a las protestas de Amaya, insistió en llevarlas él mismo a casa y dejarlas sanas y salvas.

Durante el trayecto, Selena fue con la cabeza gacha, en silencio; por dentro, era un oleaje.

Ya en el departamento, con la puerta cerrada, Amaya estalló:

—¡Dios mío! ¡Mi tío ogro hoy cambió de especie! A mí casi ni me pela y ahora va y nos trae en persona. ¿Qué sigue, que el sol salga por el oeste?

Se acercó a Selena y, en confidencia:

—Te voy a decir algo: en nuestro círculo, él es soltero de oro, el más codiciado. Dicen que tiene un amor imposible guardado desde hace años, y que le ha sido fiel a ese recuerdo. Nadie lo ha movido ni tantito.

Le dio un codazo, cómplice:

—Seli, el clásico: un clavo saca otro clavo. ¿Y si consideras a mi tío? Yo juraría que contigo estuvo… diferente.

Selena negó, abrazando su vaso.

—No quiero volver a meterme en nada sin futuro —dijo quedito.

Lo dijo, sí. Pero la silueta de Ian superpuesta a su recuerdo, y ese sándalo inconfundible, quedaron como una luz suave y terca, una marca en el fondo de un corazón que llevaba cinco años dormido.
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