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Capítulo 4

Author: NatiDoti
Abrió la puerta tallada y pesada, y dio un paso afuera.

Un trueno sordo reventó el cielo.

De inmediato, gotas gruesas comenzaron a caer sin aviso y, en segundos, se fundieron en una cortina de agua impenetrable que envolvió el mundo en una bruma gris.

El aguacero le cayó de lleno: en un instante Selena tenía la ropa empapada.

Los mechones se le pegaron a las mejillas; el frío la hizo estremecerse, pero también le despejó la mente como nunca.

No se cubrió ni miró atrás. Tomó el asa de la maleta y se adentró paso a paso en la tormenta, como si quisiera que el agua se llevara cinco años de polvo y humillación.

—¡Selena Solís! ¡Estás loca!

Adrián ya iba hacia el auto cuando se volvió. Se quedó bajo el alero de la mansión y le gritó a través de la cortina de lluvia. El ruido del agua le cortaba la voz en pedazos.

Miró esa espalda cada vez más delgada en medio del aguacero y una rabia absurda le subió al pecho. ¿Otra vez ese numerito de lástima?

Selena oyó su voz, pero no se detuvo. Ni siquiera volteó.

Un relámpago rojo cruzó el cielo nublado: un Ferrari escarlata rasgó la lluvia con un chirrido de frenos y se detuvo junto a ella.

La ventanilla bajó y apareció un rostro hermoso y desafiante.

—¡Seli, súbete! —gritó Amaya Reyes, con la voz llena de dolor y coraje.

Al ver a su mejor amiga, la tensión que sostenía a Selena cedió apenas. Sin rodeos, abrió la cajuela, metió la maleta y se sentó en el asiento del copiloto.

La puerta se cerró de un portazo y el ruido de la lluvia quedó fuera.

Amaya no arrancó. Soltó el cinturón, empujó la puerta y salió a la tormenta.

Con tacones de diez centímetros, cruzó en unas zancadas hasta el alero y se plantó frente a su hermano menor.

—¡Adrián Reyes! ¿Qué carajos te pasa? ¿Sabes qué día es hoy? ¿Sabes lo que Selena…?

—Es asunto entre ella y yo. No te metas —la cortó Adrián, impaciente, sin apartar la mirada del Ferrari, como si quisiera atravesarlo.

—¿Que no me meta? —Amaya soltó una risa amarga—. Si no me meto, Selena va a terminar hecha polvo por culpa de un patán como tú.

Se limpió la cara empapada y subió aún más la voz:

—¿Crees que tus aventuras se tapan solas? El año pasado, cuando te captaron en el extranjero con esa modelito, ¿quién movió cielo y tierra de madrugada para bajar la nota? Hace dos años, cuando te pusiste borracho y armaste bronca en ese club privado, ¿quién fue a pedir disculpas y a pagar para que no explotara?

Amaya dio un paso más.

—¿Y tu “santa palomita”, Clarisa Valdez? ¿De verdad te tragaste ese cuento? Todos sus truquitos por detrás, ¿crees que Selena no los vio? Se calló por ti y por la cara de la familia, por el apellido Reyes. ¡Y tú…!

Las palabras de Amaya eran cuchilladas, una tras otra.

Adrián se quedó helado.

No era que no supiera de esos episodios; siempre asumió que su madre, Elena Reyes, los había manejado.

Jamás se le ocurrió que esa mujer a la que él redujo a obediencia —Selena Solís— hubiera cargado con tanto.

Miró el rostro de Amaya, cruzado por lluvia y furia, y por primera vez se resquebrajó la certeza con la que había leído los últimos cinco años.

—¡Te lo advierto, Adrián Reyes! —Amaya vio que se quedaba pasmado y la rabia le subió aún más—. Si hoy dejas que Selena se vaya, ¡no vas a encontrar a nadie mejor en tu vida! Quédate con tus fulanitas, abrázate a todas ellas. ¡Te deseo que termines solo para siempre!

Le lanzó una última mirada de odio, dio media vuelta y volvió a la lluvia. Abrió la puerta del auto, se sentó al volante y encendió el motor.

El Ferrari rugió como una fiera y salió disparado, levantando una ola que empapó sin misericordia a Adrián, todavía clavado en el sitio.

Adentro, el aire caliente los envolvió.

Mientras conducía, Amaya sacó una toalla del compartimiento y se la aventó a Selena.

—Sécate. Mira nada más, ¿te parece divertido empaparte así, Seli?

La regañó de palabra, pero la ternura le desbordaba la voz.

Selena tomó la toalla y se frotó el cabello y la cara como pudo.

El auto voló por la ciudad hasta detenerse bajo la marquesina de un edificio de lujo en el centro.

Dentro del departamento los recibió un espacio cálido y luminoso: alfombra suave, sofá envolvente, un tenue aroma de esencias en el aire.

Amaya sentó a Selena en el sofá, fue al baño para abrir la regadera caliente y volvió con un juego de pijama limpio.

—Ve a bañarte con agua bien caliente, no quiero que te me enfermes. Yo te preparo un atole de canela.

Selena miró esa espalda que iba y venía, diligente, y sintió que los ojos se le humedecían.

Entró al baño. El agua tibia le cayó desde arriba, arrastrándole el frío y el cansancio.

El vapor nubló el espejo y también su vista.

Cinco años había girado sin parar como un trompo, empujada por una obsesión equivocada y por un acuerdo ridículo. Creyó que nada podría herirla ya.

Pero sí dolía. Y sí cansaba.

Al salir, con la pijama suave, una taza humeante la esperaba en la mesa de centro.

Amaya se sentó a su lado. No preguntó nada. Solo la rodeó con los brazos y la apretó contra su pecho.

—Llora —susurró, firme y dulce a la vez—. Sácalo todo. De ahora en adelante me tienes a mí. Y nadie va a volver a lastimarte.

Esa frase tan simple terminó de quebrar la coraza que Selena sostuvo durante cinco años.

Se hundió en el abrazo de su mejor amiga y lloró con todo el cuerpo.

Afuera, la lluvia seguía cayendo a mares.

Pero Selena supo que, desde ese instante, su tormenta había pasado y el cielo empezaba a abrirse.
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