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Capítulo 3

Penulis: Luna Bianchi
César se esfumó por tres días.

Durante ese tiempo, Gloria me enviaba un video diario, pura provocación descarada. En las imágenes, César, con una dulzura poco usual, sostenía un juguete para calmar a la cachorra, mientras Gloria, acurrucada en su hombro, lo miraba interactuar con la cachorra, con una sonrisa de oreja a oreja.

Aunque me desgarraba por dentro, no podía dejar de verlos.

Uno tras otro, llegaban videos de César cuidando a Gloria toda la noche, dándole la sopa en la boca, abrazando a la cachorra... Y en cada uno de esos clips, sus ojos reflejaban una ternura que me acababa.

Cada vez que terminaba uno, sentía que mi corazón se desgarraba.

El dolor fue aumentando hasta que, de repente, la sensación se me fue por completo. Quizás mi corazón se había quedado helado desde aquella vez que me tiraron en la cámara frigorífica.

Estaba a punto de bloquear a Gloria cuando el celular vibró de nuevo. Era una foto: ella, jugando con mi brazalete.

"¿Quieres el recuerdo de tu mamá? Pues, ven a buscarlo."

Me levanté de un salto. El mareo por la pérdida de sangre me hizo tambalear, pero no me importó. Agarré mi capa y salí pitando.

Cuando entré en la habitación, Gloria le cantaba una canción de cuna a la cachorra que tenía en brazos:

—Tu papá te adora, ¿verdad, mi vida? Toda la fuerza Alfa será tuya algún día...

Al verme, su sonrisa se amplió, volviéndose más hiriente:

—¿Ya llegaste, por fin? Mira, estos días en el hospital, César ni se tomó la molestia de patrullar. Se quedó pegado aquí todo el tiempo, usando su feromona solo para calmarnos a mí y al futuro heredero.

Subrayó con mala intención las palabras "futuro heredero".

Mis uñas se clavaron en la palma con fuerza para controlar mis emociones. Mi voz salió helada:

—¿Dónde tienes el brazalete?

Gloria levantó el brazalete que estaba en la cabecera, balanceándolo entre sus dedos:

—¿Te refieres a esto?

Sonrió con crueldad, sin disimularla, y añadió con desdén:

—Mira, si quieres que te lo devuelva, vas a tener que arrodillarte ante mí, la futura esposa del Alfa.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo, y mi voz salió a duras penas entre los dientes:

—No te pases.

—¿Y qué vas a hacer? —Gloria me miró con desprecio, esa arrogancia lobuna tan suya—. Alicia, piénsalo bien, eres solo una humana débil y tienes los días contados. ¡Yo llevo la sangre Alfa más pura! ¿Qué ofreces tú para pelear por el derecho sobre César? ¡Arrodillarte frente a mí es el tremendo honor que te estoy dando!

Hizo una mueca, lista para soltar el brazalete:

—Voy a contar hasta tres. Si no te arrodillas, se cae.

—Uno... dos... —dijo, mientras su sonrisa se volvía cada vez más despiadada.

Me mordí el labio con tanta fuerza que casi lo hago sangrar. Mis rodillas se sentían como si estuvieran hechas de plomo, y con un ruido sordo, terminaron cediendo, dejándome caer al suelo. Mi frente chocó contra el piso.

Gloria soltó una carcajada cruel:

—Ay, qué patética. Pareces una perra pidiendo un hueso.

Se levantó, mirándome desde arriba:

—¿Tan desesperada estás por esto? Bueno, aquí lo tienes.

Luego, levantó la mano y, justo cuando iba a tomar el brazalete, lo soltó antes de tiempo.

El brazalete cayó al suelo y se partió en pedazos.

Gloria se cubrió la boca, fingiendo sorpresa:

—Uy, qué mala suerte. Ni eso puedes agarrar.

Mi cuerpo temblaba mientras me lanzaba al suelo para recoger los fragmentos, pero de repente, Gloria pegó un grito y se dejó caer hacia atrás, deslizándose por la pared.

En ese instante, la puerta se abrió de par en par.

César y Lucas quedaron en el umbral, con el rostro serio. Detrás de ellos, venían varios ancianos.

—¿Qué diablos está pasando aquí? —preguntó Lucas, su voz grave y llena de autoridad, lo que me quitó el aliento.

Gloria, con lágrimas en los ojos, se lanzó a los brazos de César:

—¡César! ¡Me duele la panza! ¡Y encima, Alicia estaba golpeando y estrangulando a nuestra cachorra!

César, en un arranque, levantó a la cachorra y subió su camiseta. Su piel, tan delicada, estaba llena de marcas moradas.

—¡Yo no fui! ¡Yo no la toqué! —grité, negando con la cabeza, pero Lucas se acercó a toda prisa, con la mirada llena de rabia.

Una bofetada cargada con toda la fuerza de un lobo me golpeó la cara, dejándome sin respiración. Mi oído zumbaba y la sangre me salía de la boca.

—¡Maldita víbora! —rugió Lucas—. ¡Te atreves a hacerle daño a una embarazada y a una cachorra tan pequeña!

Otro anciano intervino con frialdad:

—La vez pasada el castigo fue demasiado leve. ¡Llévensela al calabozo de torturas, veinte latigazos!

César apretó los puños y dio un paso al frente:

—¡No...!

—¿Aún la vas a defender? —lo interrumpió Lucas—. ¡Ella atacó a tu propia sangre! ¡Esa es tu cachorra!

Mis piernas temblaban, y sin darme cuenta, busqué la mirada de César.

Él seguía ahí, con los nudillos blancos de tanta tensión.

Me miró. Sus ojos reflejaban una lucha interna, un dolor profundo... hasta que, al cruzarse con la mirada implacable de Lucas, su expresión se derrumbó en una resignación total.

Retiró la vista lentamente, aceptando lo que ya sabía que iba a pasar.

Me quedé mirando su rostro esquivo, con el corazón roto, sintiendo cómo me lo arrancaban del pecho.

Pero justo en ese instante, solté una sonrisa amarga.

Me reí de lo ingenua que había sido al pensar que él se vendría conmigo.

Me reí de lo tonta que fui al creer que sus promesas valían más que la importancia de un heredero de pura sangre.

Me reí de lo estúpida que fui al esperar que, al final de todo, él me eligiera a mí.

En el calabozo de torturas, los guardias me empujaron contra la piedra del centro.

El primer latigazo me hizo perder la noción.

De repente, un recuerdo me vino a la mente: El día en que decidió enfrentarse a su familia por mí, yo le pedí que nos separáramos. Esa noche llovía a cántaros, y César se quedó bajo la lluvia toda la madrugada, empapado, sin moverse. Al día siguiente, tenía cuarenta grados de fiebre.

Cuando lo vi, estaba delirando, pero aun así me apretó la mano y me dijo:

—Alicia, recuerda esto. Aunque todo el mundo esté en contra, quiero que seas mi única compañera.

El segundo latigazo me hizo morder los labios con tanta fuerza que sangré, y sentí el sabor metálico en la boca. Recordé la vez que cruzó medio país de un tirón, solo para calmar el miedo que, sin querer, le había transmitido por el lazo que nos unía.

El tercero, el cuarto...

Cada golpe me partía el alma, doliendo muchísimo más que cualquier herida física.

Cuando cayó el decimoquinto latigazo, creí escuchar su voz suave en mi cabeza, igual que cuando me curó una herida:

—¿Cómo te volviste a lastimar? Ven, déjame darte un beso, ya se te pasa...

Al decimonoveno latigazo, mi mente ya estaba hecha un lío. Escuchaba mi nombre, pero no sabía si era real o si solo era una alucinación.

Cuando el último golpe cayó, me desmayé, incapaz de aguantar más.

Antes de perder el conocimiento, vi a César abrazándome, completamente desesperado.
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