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Capítulo 2

Penulis: Luna Bianchi
Cuando César salió disparado con Gloria en brazos, yo seguía tirada en el suelo, la sangre tibia de la nuca me resbalaba por el cuello.

Lo vi marcharse, tan rápido, tan tenso, que ni siquiera se dignó a voltear a verme.

De pronto, me acordé de lo mucho que solía preocuparse por mí.

Cuando recién llegué aquí, trabajaba como aprendiz en una herbolaria, tratando de aprender sobre plantas medicinales mientras me las arreglaba para vivir.

La primera vez que vi a César, me tenían acorralada unos pandilleros, y él fue quien me salvó.

Por defenderme, terminó con un tajo en el brazo, causado por una daga de plata. El veneno se regó en cuanto tocó su sangre.

Por suerte, sabía cómo tratar el envenenamiento por plata. Pasé tres días sin pegar ojo, cuidándolo sin parar hasta que logré sacar todo el veneno de su cuerpo.

Después de eso, César empezó a dejarse caer más y más seguido por la tienda.

Una noche, cuando me quedé trabajando hasta tarde, entró y me pasó una tarjeta negra.

—Vente conmigo. No tienes que seguir matándote así —me dijo con firmeza.

Me quedé mirándolo un momento, luego le deslicé la tarjeta de vuelta y respondí:

—No hace falta, señor. Me gano lo mío, y no me pesa hacerlo.

Él se quedó observándome en silencio un buen rato, hasta que, por fin, me puso la tarjeta enfrente.

—Me llamo César Oliveira. Mañana vuelvo a pasar por aquí.

Al día siguiente, tal cual lo había dicho, apareció manejando un Maybach negro. Cuando me vio ocupada, me hizo una seña y, en minutos, mandó a comprar todas las hierbas de la tienda, solo para que yo pudiera salir a cenar con él.

Durante los tres meses siguientes, César, el Alfa, hizo un montón de disparates por conquistarme.

Cuando rechacé sus rosas, ordenó llenar la tienda de flores frescas todos los días. Cuando no quise subirme a su auto de lujo, caminó conmigo por las calles llenas de lodo de mi barrio hasta la puerta de mi casa. Cuando le dije que no éramos del mismo mundo, se sentó en el piso embarrado, justo a mi lado, a limpiar ramas secas con sus propias manos.

Pasó tres meses enteros en la tienda. Y cada vez que yo lo rechazaba, él volvía. Una y otra vez...

No es que no me llegara al alma, es que yo sabía perfectamente cuál era la diferencia entre nosotros. No podía, y no me daba el valor de, dejarme llevar.

Hasta que un día, se metió en medio de una pelea cuando un competidor me lanzó ácido. Su espalda terminó cubierta por una cicatriz espantosa.

En ese momento, mientras se retorcía del dolor y sudaba frío, aun así sonrió y me dijo, con un hilo de voz:

—Alicia, ahora que tengo esta cicatriz, ¿no vas a tener que hacerte cargo de mí?

Sentí el corazón hecho pedazos al tocar esa marca. Mis lágrimas cayeron sin poder detenerlas, empapando su espalda que ardía.

Después de que acepté estar con él, me consintió como a nadie.

Una vez, me corté un dedo recogiendo hierbas y él llamó a su médico personal en plena madrugada.

Cuando le dije que se me antojaba un pastelito, compró la pastelería entera solo para mí. Cuando me llegaba el período, pasaba la noche en vela sobándome el vientre.

Una vez, me caí y me raspé la rodilla, y a él se le pusieron los ojos rojos de pura preocupación. Mientras me llevaba al hospital, le temblaban las manos de los nervios.

Yo me reí entre lágrimas, diciéndole que yo era doctora, ¿cómo íbamos a ir al hospital por una simple raspada?

Pero César insistió:

—El doctor no lo sabe todo, ¿sabes? Parece solo un raspón, pero ¿quién te dice que no se infecta? ¿O que te hiciste daño en el hueso?

Se aferró a que me hicieran todos los estudios y me llevó con los mejores especialistas para estar seguro de que todo estuviera bien.

Y ahora... miré el charco de sangre en el suelo y solté una risa amarga.

Tomé un taxi y me fui al hospital yo sola.

El doctor vio que la herida era seria, me cosió de inmediato y luego me vendó.

Cuando terminó, ya estaba tan débil por la sangre perdida que apenas podía sostenerme en pie.

Mientras salía tambaleándome de la sala de urgencias, alguien me sujetó la muñeca con brusquedad.

—¡Alicia! —La voz de César sonaba cargada de rabia—. ¡Gloria casi pierde al cachorro, y tú todavía vienes a seguir armando escándalo en el hospital!

Su cara estaba oscura, con una mirada helada.

Todavía traía puesto ese perfume empalagoso de Gloria.

—Vine al hospital por mí, no a buscarla a ella —le respondí, señalando mi frente recién vendada.

—Yo también estoy herida, y no podía curarme sola.

César se quedó tieso un momento. Solo entonces pareció notar el olor a sangre mezclado con el desinfectante, y finalmente vio la venda empapada.

—César, dijiste que en cuanto ella tuviera al cachorro, te irías conmigo —le dije, mirándolo directo a los ojos, sintiendo cómo la garganta se me apretaba—. Pero ahora… ¿de verdad todavía hay lugar para mí en tus planes?

Él frunció el ceño, claramente preocupado, e intentó tocarme la herida.

—¿Pero qué te pasó?

—Fuiste tú quien me empujó —respondí con calma, apartando su mano—. Me estrellé contra la estantería. Para ti, seguro fue un simple empujón, ¿no?

César pareció quedarse en blanco, como si apenas recordara la fuerza que usó.

Para una humana, ese golpe pudo haber sido fatal.

Con un suspiro cargado de culpa, me abrazó con fuerza.

—Alicia, discúlpame. No fue mi intención. Es que... me entró el pánico de que algo le pasara a Gloria. Ella lleva el futuro de la manada en su vientre. Si algo salía mal, los ancianos jamás nos lo perdonarían, y tendríamos que aplazar nuestra huida...

Lo dejé abrazarme, sin fuerzas, mirando el techo pálido del pasillo, sintiéndome vacía.

Esa historia ya la había escuchado demasiadas veces.

—Ya sé —le dije, quitándolo con suavidad—. Ándale, ve a cuidarla.

Me di la vuelta para irme, pero volvió a sujetarme de la muñeca.

—Alicia, pase lo que pase, tienes que creerme que solo te amo a ti. Todo esto lo hago para que podamos salir de esta jaula lo antes posible.

Me acarició la venda con cuidado.

—Le voy a pedir al mayordomo que te lleve a casa. No vayas a dejar que se te moje la herida.

Me soltó y empezó a alejarse, pero antes de irse, se detuvo un segundo y dijo:

—Cuando vuelva, te voy a traer ese pastelito de arándanos que tanto te gusta.

Y se fue directo a la habitación VIP al final del pasillo, donde Gloria estaba rodeada por los mejores médicos de la manada.

Me quedé ahí, clavada, mirando cómo se alejaba.

De pronto, se me escapó una risa amarga, y sentí las lágrimas bajarme por las mejillas.

—Ya no te creo... —susurré al aire, y a mi propio corazón, que ya estaba hecho pedazos—. César... ya no me trago tus promesas. Ni una sola.
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