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Sacrificio Carnal
Sacrificio Carnal
Author: Celia Soler

Capítulo 1

Author: Celia Soler
El hombre que ahora disfruta de mi cuerpo se llama Diego Soler, el dueño de Aero-Innovación Tecnológica. Y si me preguntan cómo terminé en su cama, tendría que darle las gracias al inútil de mi esposo.

Diego se movía como pez en el agua tanto en el mundo legal y en el mundo clandestino de la ciudad, Atenea. Se rumoreaba que en la intimidad tenía gustos… particulares. Nunca se involucraba con mujeres de su ambiente; su especialidad eran las de familia, las ajenas a su mundo.

En la mesa, prefería los sabores intensos, como los de los mariscos curados en limón; en la cama, era aún más intenso e insaciable.

Hace unos años, una bailarina terminó con una hemorragia tan grave por su culpa que, para salvarla, tuvieron que hacerle varias transfusiones de sangre. Poco después, una residencia de lujo en las colinas de Atenea apareció a su nombre. No faltó quien comentó con sarcasmo que, por una casa así, bien valía la pena el riesgo.

Ver a Diego Soler, elegante y sofisticado de día, transformado en eso, era impactante. Era una bestia salvaje que quería desgarrarme. El dolor y el miedo me abrumaban y la injusticia de la situación me hizo pensar en Ricardo.

—Ah…

Fue solo un instante de distracción, pero él me sujetó el mentón, su expresión pintada por el disgusto. Me obligó a observar la escena explícita que protagonizábamos, y el calor me subió a la cara.

No le gustaba que mi mente divagara en momentos así; ya me acababa de castinar por ello antes. Me esforcé por concentrarme, lo que, a pesar de ser nuestra primera vez, nos llevó a una sincronía casi perfecta.

—¿En qué piensas ahora?

—En nada.

Lo negué, pero su mirada me dijo que no me había creído. Bajo su dominio, mi cuerpo no resistió más y comenzó a temblar sin control. Mi reacción pareció satisfacerlo. Le gustaba escucharme, escuchar los sonidos que me arrancaba.

Pero esa no era yo. En el fondo, soy una mujer reservada, tranquila y poco sociable. Mi vida siempre ha sido ordinaria, siguiendo el camino que se esperaba de mí.

Después de la universidad, sin contactos ni recursos, conseguí un empleo en la empresa de mis sueños. Aunque el puesto de recepcionista no me apasionaba, me sentía afortunada de estar en Aero-Innovación.

Allí conocí a mi esposo, Ricardo López. Ambos éramos empleados de bajo nivel. Salimos durante un año y luego nos casamos.

Mientras fuimos novios, él nunca intentó nada. En ese entonces, pensé que era un hombre respetuoso y chapado a la antigua. No fue hasta después de la boda que descubrí la verdad: no era respeto, era incapacidad.

No solo era estéril, sino que ni siquiera podía cumplir con las funciones más básicas de un esposo. De la noche a la mañana, me convertí en una viuda en vida.

Le pedí el divorcio en cuanto lo supe, pero se arrodilló frente a mí, llorando como un niño desamparado. Además, mi familia es muy conservadora y ve el divorcio como un fracaso terrible.

Así que cedí.

Ricardo decía comprender que yo era joven y que, si tenía necesidades, podía buscar a otro hombre. Pero nunca lo hice.

Mi lealtad solo pareció aumentar su sentimiento de culpa. Para compensarme, me entregaba su sueldo íntegro cada mes, no me dejaba hacer las tareas del hogar, me preparaba platillos muy elaborados y en los días festivos me llevaba de compras o de viaje.

Me consentía como si fuera su hija. Esa sensación de ser valorada llenó el vacío que había dejado el abandono de mi propia familia.

Pero todo cambió el día que me llevó a comprar ropa cara y lencería atrevida. Después fuimos al hotel más lujoso de Atenea. Por un momento, ilusa de mí, pensé que su problema se había solucionado. Pero antes de entrar a la suite presidencial, me reveló la verdad: me estaba entregando al dueño de la compañía, Diego Soler.

Sí, estaba vendiendo a su propia esposa para que se acostara con otro hombre.

Todavía recuerdo sus palabras. El jefe necesitaba una mujer para pasar la noche, pero la quería sin experiencia y virgen. A cambio, a Ricardo lo ascenderían a gerente de una sucursal con un sueldo anual de ciento cincuenta mil dólares. Y lo más importante: quería que yo me embarazara para que tuviéramos un hijo.

Me negaba a creer que esas palabras tan viles salieran de su boca. Temblaba de rabia, sentía que la sangre me hervía y las lágrimas de furia corrían por mis mejillas. Lo insulté, lo golpeé, pero otra vez me devolvió a la realidad.

El mes pasado, mi familia tuvo un problema serio. Mi hermano contrajo una deuda enorme y huyó, dejando a mis padres a merced de cobradores agresivos.

Ricardo había conseguido algo de dinero a través de amigos, pero no era ni de cerca suficiente. Sin esa cantidad, el infierno para mis padres no terminaría.

Si yo complacía a Diego esa noche, no solo se resolvería la deuda, sino que Ricardo conseguiría su ascenso y nosotros tendríamos un hijo. Según él, si yo estaba dispuesta a sacrificarme, todos nuestros problemas desaparecerían.

Al final, me convenció.

Cuando entré, Diego no pareció sorprendido. Llevaba una bata de baño blanca, sin apretar, revelando su pecho musculoso y bien definido.

Apreté los puños, tan nerviosa que ni siquiera me di cuenta de que estaba temblando. Me miró fríamente y, con un toque de burla y curiosidad, preguntó:

—¿Quieres algo de tomar para relajarte?

Sin esperar mi respuesta, se acercó a la mesita de centro y sirvió una copa. Observé el líquido rojo y espeso que se adhería a las paredes del cristal.

—Señor Soler. —Mi voz sonó tensa.

Me tomó del mentón y me acercó la copa a los labios, obligándome a beber. El vino se derramó por la comisura de mi boca y él limpió la gota con su pulgar. Empecé a temblar aún más.

—¿Tienes frío?

—No.

—¿No quieres hacer esto?

Claro que no quería, pero no tenía otra opción.

—No es eso.

—Si estás de acuerdo, entonces no pongas esa cara de estar obligada. ¿Cómo te llamas?

Hacer algo tan sucio, ¿y encima tenía que presentarme?

“¿Planea dejarme una reseña de cinco estrellas después?”, pensé con amargura.

Bajé la mirada.

—Gabriela Robles.

—Gabriela —repitió, asintiendo levemente.

Diego me guio hasta la habitación. Se sentó al borde de la cama, apoyándose hacia atrás con las manos, y dijo con una simpleza brutal:

—Quítatelo.

Jamás imaginé que tendría que desnudarme frente a otro hombre que no fuera mi esposo. La vergüenza era insoportable. Notó mi vacilación y su expresión se endureció.

—Si no lo vas a hacer, lárgate.

Mi primer instinto fue salir corriendo, pero mis piernas se sentían como si estuvieran hechas de plomo. Sabía que, si cruzaba esa puerta, los problemas que me asfixiaban día a día volverían a caer sobre mí.

Con manos temblorosas, me desabroché el vestido. Cuando el pequeño vestido negro cayó al suelo, me quedé de pie, rígida como una bailarina de caja musical.

La lencería la había escogido Ricardo. Encaje negro, prácticamente transparente. En la tienda me pareció exagerada, pero él insistió en que era sexy y seductora.

Extendió una mano hacia mí. Cubriéndome los senos, avancé con timidez un par de pasos. Sus dedos, largos y fuertes, engancharon el tirante de mi sostén y lo deslizaron lentamente por mi hombro.

Luego lo tomó entre sus dedos, frotando la tela como si estuviera examinando un juguete. Parece que Ricardo sí entendía a los hombres. La mirada de Diego cambió por completo, ahora dominada por un deseo intenso, del impulso de devorarme en un solo bocado.

Me atrajo hacia él y, aunque al principio fue paciente con los juegos previos, cuando estuvo a punto de llegar al límite, su verdadera naturaleza se desató. Se convirtió en un león feroz que me desgarró. Esa noche, mi mente solo registró su cuerpo ardiente y el dolor que me atravesaba.

***

A la mañana siguiente, cuando desperté, él ya no estaba. Sobre la mesita de noche había una tarjeta bancaria. Creí que todo había terminado. Al salir de la suite presidencial, vi a su asistente, Javier Orozco, esperando afuera. Me entregó un traje sastre y me dijo:

—Asistente Robles, el señor Soler viaja a El Dorado esta tarde para una reunión. Necesita que lo acompañe.

¿Asistente Robles?

Era mi perdición.
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