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Capítulo 3

Penulis: Celia Soler
Cuando la pasión se disipó, ya era muy tarde en la noche. Diego salió del baño, se sentó en el sofá y encendió un cigarrillo con calma.

A través del humo que se arremolinaba frente a él, observé su cara atractiva y de rasgos marcados. Me quedé hipnotizada mirándolo hasta que sus palabras me sacaron de mis pensamientos.

—Divórciate.

¡Qué!

Creí que había escuchado mal, pero él notó mi expresión de incredulidad. Lo vi apagar el cigarrillo y, con una actitud de superioridad, continuó su sermón:

—De cualquier manera, te vas a divorciar. Es cuestión de tiempo.

¿Y él quién era para asegurar que me iba a divorciar? Para él, yo no era más que un juguete, una amante de ocasión. Mi vida, la que duraría, era con Ricardo. ¿Acaso quería algo serio?

Como si leyera mis pensamientos, Diego aclaró con un tono de desprecio.

—No te hagas ideas, no pienso casarme contigo. Es solo que me resulta… incómodo.

¿Incómodo? No pude evitar preguntarme. Lo nuestro era una aventura pasajera que terminaría en cuanto uno de los dos se aburriera. ¿Por qué se metía ahora con mi matrimonio?

—Señor Soler, mi puesto de asistente es temporal. No tiene por qué preocuparse por esos detalles.

Con su inteligencia, seguro entendió mi postura. No importaba quién fuera él, en nuestra situación actual no tenía derecho a controlar mi vida. Su voz sonó perezosa, casi divertida.

—Te equivocas. Soy un hombre que se fija mucho en los detalles.

Levantó su copa de vino tinto y bebió un sorbo. La línea de su cuello al inclinarse hacia atrás hizo resaltar su nuez. El sutil sonido de su garganta al tragar me recordó nuestros besos apasionados y sentí que se me calentaban las mejillas sin poder evitarlo.

—No he pensado en divorciarme —respondí en voz baja.

Me observó con una calma exasperante y me hizo una seña con el dedo para que me acercara. Aunque no quería, me puse la bata y caminé hacia él.

Diego me tomó de la mano y me sentó sobre sus piernas. Desató el cinto de mi bata, abriéndola. Mi cuerpo quedó expuesto a su mirada y por instinto intenté cubrirme.

—¿Crees que tienes un matrimonio lleno de amor y lealtad por parte de tu esposo?

Sus palabras me dejaron sin respuesta. Continuó hablándome al oído mientras sus dedos trazaban el contorno de mi oreja enrojecida. Yo era incapaz de oponer resistencia.

—Deja de ser tan ingenua. A tu edad, la ingenuidad es estupidez. ¿Alguien que te ama te entregaría a la cama de otro?

Mis labios se movieron, queriendo discutir, pero no encontré nada que decir. Aun así, mi terquedad me hizo responder con rigidez.

—No puede meterse en mi vida privada.

—Ah, ¿no?

Soltó una risa que me provocó un nudo en el estómago. En ese momento, yo era solo un juguete en sus manos, algo que podía manipular a su antojo.

Acercó la copa de vino a mis labios y la bebí de un trago. Cuando puso la copa vacía en mi mano, dijo algo que me humilló aún más:

—Todo lo que tienes ahora te lo di yo. Si yo digo que sostengas algo, lo sostienes. Y si digo que lo tires, lo tiras.

Era cierto. El ascenso de Ricardo, las deudas de mi familia… no tenía opción. Diego me miraba con superioridad.

—¿Estás segura de que puedes depender de él para siempre?

Todas las oportunidades de Ricardo venían de él. Si dependía de Diego, ¿cómo podría yo depender de Ricardo para siempre? Aun así, me negué a darme por vencida.

—Tampoco puedo depender de ti para siempre. Pero mientras yo no renuncie a mi matrimonio, él nunca me va a dejar.

Él lo negó lentamente, como burlándose de mi confianza en Ricardo. Con el poco valor que me quedaba, intenté ganar al menos una batalla, demostrar que Ricardo me amaba y que yo solo estaba haciendo un sacrificio por nuestra relación. Lo miré a los ojos.

—Señor Soler, sé cuál es mi lugar con usted. Vine porque quise, él no me obligó. Él no me entregó.

Al decir las últimas palabras, hasta yo misma perdí la convicción. Él se rio entre dientes. Una risa corta, pero que resonó en mis oídos como un trueno.

Qué hombre tan detestable. Era difícil de creer cómo podía hacerme sentir tan avergonzada sin decir casi nada. Diego me acarició la cara, con una actitud de quien disfruta del espectáculo.

—Nadie aprende por cabeza ajena. La gente solo entiende cuando se da de topes contra la pared.

Parpadeé, confundida. Sus palabras me dejaron inquieta, pero no sabía qué significaban. ¿Algo le iba a pasar a Ricardo?

—Usted le prometió que sería gerente regional —dije, preocupada.

Su mano se deslizó hasta mi cuello y me sujetó el mentón.

—Lo que te prometo, lo cumplo. Pero quiero que te quede claro: cuando estás conmigo, no puedes pensar en nadie más.

Sentí el enojo que emanaba de él.

—Entiendo.

Miró la hora.

—Duérmete. Mañana tienes que ver a un cliente y en la noche me acompañas a una cena.

—Está bien.

Solo que… jamás imaginé que, en la cena de la noche siguiente, yo también sería parte del menú.

***

Al día siguiente, Ivanna ya nos esperaba abajo. Cuando nos vio salir a Diego y a mí, aunque sonreía, me fulminaba con la mirada.

Cada paso que daba era un suplicio. Antes de levantarnos, lo hicimos otra vez. No sabía por qué, pero fue especialmente rudo. Cuando me bañé, vi que me había lastimado. Por eso caminaba un poco más lento que él.

Ivanna se dio cuenta. Su vista se desvió a mis piernas y comprendió.

—Ay, asistente Robles, si no se siente bien, debería regresar a descansar. Vamos a tratar asuntos importantes, con que yo acompañe al señor Soler es suficiente —dijo con un tono falsamente amable.

Era cierto que yo no me involucraba mucho en los negocios. Prácticamente no tenía ninguna responsabilidad en ese ámbito; mi trabajo era acompañar a Diego. Pero que ella lo señalara de una forma tan obvia me molestó.

—Gracias por preocuparse, señorita Montenegro. No es nada grave.

Me subí al carro antes que ella y ocupé el asiento que le correspondía. Tuvo que inclinarse para hablarme junto a la ventanilla. Como Diego estaba presente, no podía discutir, así que solo me lanzó una mirada de furia y se sentó en el asiento de atrás.

—Señor Soler —dijo Ivanna, apoyando la mano en el respaldo del asiento delantero—, el señor Varela, de Tecnologías Atlas, nos invitó a cenar esta noche en el Club Ónix. Traerá a su esposa. Me acaban de avisar, pero ya le preparé un pequeño regalo. Lo traigo en mi carro.

Diego estaba revisando su celular.

—Pásame la factura para que te la reembolse el departamento de finanzas.

Yo conocía las reglas de etiqueta en estas reuniones. Si el invitado llevaba a su esposa, era costumbre prepararle un regalo de lujo acorde a su estatus.

—No hace falta —respondió Ivanna—. La esposa del señor Varela y yo fuimos compañeras en la universidad y hace mucho que no nos vemos. Ella es muy reservada, solo aceptará un regalo si se lo doy yo.

Con eso, dejaba claro que su presencia en la cena era indispensable. Diego asintió, dándole su aprobación.

De reojo, sentí la mirada triunfante de Ivanna. Seguramente ya daba por hecho que yo no asistiría a la cena. Sin embargo, al terminar el trabajo del día, Diego hizo que me enviaran un vestido negro ajustado y un par de zapatillas de tacón.

Eran de cuero negro con la suela roja, y al caminar, proyectaban una sensualidad indomable. De pie frente al espejo, me quité el labial rojo intenso y me puse uno más suave, para dar una impresión más amigable.

Apenas terminé de vestirme, la puerta de mi habitación se abrió. Él también tenía una tarjeta de acceso. Se acercó por detrás y me miró a través del espejo. Puso sus manos en mi cintura, me besó el cuello y luego sus dedos avanzaron lentamente hasta detenerse en mis senos.

Me levantó la falda y el corazón me dio un brinco. Le dije que no había tiempo, pero mi cuerpo respondía con ardor incontrolable. Me empujó contra el espejo y pude ver con claridad cómo sucedía todo, y lo permití.

Fue una experiencia extraña y placentera, impulsiva y salvaje.

Cuando terminó, bajó mi falda y me dijo que me limpiara, que nos íbamos.

Cuando entré al privado del Club Ónix con Diego, Ivanna ya estaba allí. Vestida con joyas deslumbrantes, se pavoneaba con la elegancia de una anfitriona. Tomó el saco de Diego para colgarlo y luego me ordenó que sirviera las bebidas.

Ellos dos se sentaron a conversar sobre el señor Varela, el cliente con el que se reunirían, mientras yo me quedé de pie a un lado, como si fuera la mesera.

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