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Capítulo 4

Author: Celia Soler
El numerito de Ivanna no había terminado. Aprovechó que le estaba sirviendo el té para derramarme el agua hirviendo encima a propósito.

—Sss…

El líquido ardía. Cuando iba a levantarme la manga, ella me sujetó la muñeca. La tela, pegada a la piel, me sacaría una ampolla, pero no podía hacer una escena en un lugar así; sería dejar en ridículo a Diego.

Mientras se disculpaba, intentaba secarme con una servilleta de papel.

—Ay, Gabriela, qué pena. Con lo bonito que está tu vestido.

Sabía que me había quemado, pero aquí estaba, fingiendo que lo único que le importaba era mi ropa. Apenas le quité la mano de encima, la escuché decir:

—Pero el cliente de esta noche es muy importante, y no puedes presentarte así. Damos una mala impresión. Señor Soler, ¿por qué no mejor deja que se vaya a casa?

Miré a Diego. Su mirada indiferente me recorrió y bajé la manga que me había empezado a subir.

—No pasa nada. Si me quedo sentada, no se va a notar.

Pero él me preguntó:

—¿Te quemaste?

El silencio se apoderó de la mesa. Tanto Ivanna como yo lo miramos, incrédulas. Ella reaccionó al instante, tomándome del brazo para examinarlo.

—¡Ay, no! ¡Se te puso rojo! Perdóname. Le voy a decir al chofer que te lleve al hospital. Con lo delicada que es la piel de una mujer, no vaya a ser que te quede una cicatriz.

Comparada conmigo, ella jugaba en otra liga. Su habilidad para quedar bien con todos era impresionante, pero con Diego, yo me sentía con la confianza de enfrentarla, sabiendo que, por ahora, me deseaba.

—Qué descuidada, Ivanna. Menos mal que me cayó a mí. Imagínate que le hubiera pasado al invitado de honor. Eso sí habría sido un problema grave.

Se quedó confundida; era obvio que no esperaba esa respuesta. Diego me observó con una mirada profunda, casi divertida, que me hizo sentir como si hubiera visto a través de mi pequeño plan.

Aparté la vista, nerviosa, y escondí la mano bajo la mesa. En ese momento, entró el señor Varela. Ivanna se levantó y lo recibió con una sonrisa radiante.

—Señor Varela, ¡qué elegante viene esta noche! ¿A quién piensa conquistar?

Ernesto Varela rio complacido.

—Por favor, Ivanna, ya estoy viejo para eso.

—¡Qué dice! Los hombres a los cincuenta están en su mejor momento. Usted apenas está floreciendo. Por cierto, señor Varela, ¿y su esposa?

—Mi madre se puso mal de pronto y tuvo que irse a cuidarla —explicó él.

La cara de Ivanna se llenó de una falsa preocupación.

—No me diga. Terminando de cenar, la llamo para ver cómo sigue. A esta edad, nuestros padres empiezan con los problemitas. Los míos también, y yo siempre estoy pensando en ellos. Pero no se preocupe tanto, con los avances de la medicina, seguro todo saldrá bien.

Sus palabras lograron que la tensión del señor Varela se disipara. Tenía que admitir que su habilidad para las relaciones públicas era algo de lo que podía aprender. Ella levantó un bolso de diseñador que tenía a su lado.

—El señor Soler sabía que su esposa vendría y me pidió que le preparara este detallito. Cuando terminemos, se lo lleva, por favor.

El empresario le hizo una seña a su asistente para que tomara el bolso.

—No se hubieran molestado, señor Soler.

Diego sonrió con amabilidad.

—Es solo un detalle, señor Varela. No es nada.

Las risas del cliente resonaron en el privado. Ivanna entonces hizo las presentaciones formales.

—Señor Varela, le presento al director general de Aero-Innovación Tecnológica, el señor Soler. Señor Soler, él es el experto que tuve el honor de conocer en la exposición de aviación de Cielo Nuevo.

Ambos se dieron la mano e intercambiaron algunas formalidades. Se sentaron y siguieron conversando sin que Ivanna se molestara en presentarme. Entendí que en una reunión de este calibre, una figura como yo sobraba; mi papel era solo estar ahí, sin estorbar.

Me levanté para servirle té al señor Varela, y él alzó la vista.

—¿Y esta señorita tan guapa?

Ivanna respondió con una sonrisa.

—Es la asistente del señor Soler.

Los ojos del hombre brillaron mientras me recorría con la mirada.

—¿Tan bonita? Qué afortunado es usted, señor Soler.

Fue entonces que me di cuenta de que el té también me había mojado el cuello de la blusa. La tela delgada se había vuelto casi transparente, revelando el contorno de mi brasier negro.

Diego se molestó. Serví el té y regresé a mi asiento a toda prisa. Con una sonrisa amable, ella dijo, fingiendo preocupación:

—Gabriela, traigo un saco en el carro. Le diré al chofer que te lo traiga.

La ropa que traía ya era inapropiada, así que, sin importar sus intenciones, no me quedaba más que aceptar.

—Te lo agradecería mucho.

Lo que nunca imaginé fue que el saco que me dio era uno que pensaba devolver porque le quedaba chico. Cuando me lo puse, sentí cómo me apretaba el pecho y se ceñía a mi cintura, obligándome a contener la respiración para que los botones no fueran a salir volando.

Era una tortura, y una advertencia clara de que esa noche no probaría un solo bocado. El problema era que Diego me había tenido en la cama toda la tarde. Estaba agotada y muerta de hambre.

Regresé al privado y, cubriéndome el pecho con una mano, me senté.

—Gracias, Ivanna.

Ella me dedicó una sonrisa llena de dobles intenciones.

—La juventud es un tesoro. A ti se te ve mucho mejor que a mí.

La mirada pervertida del señor Varela se clavó en mí, haciéndome sentir muy incómoda. Me pegué todo lo que pude al respaldo de la silla para alejarme, pero eso solo pareció darle una mejor vista.

Sonrió, y la vergüenza me quemó por dentro. Me incliné un poco hacia un lado, tratando de ajustarme el cuello del saco.

—Señor Varela… —dijo Diego, rompiendo el momento.

—¿Sí? —respondió el empresario, volviendo su atención a la negociación.

El resto de la cena de negocios transcurrió entre conversaciones animadas y brindis. Los tres comieron y bebieron a gusto. Yo fui la única que no tocó su plato. A mitad de la cena, Diego fue al baño y el señor Varela lo siguió.

Cuando Diego regresó, su cara había cambiado. Me lanzó una mirada de enojo. No tenía la menor idea de lo que había pasado, así que me limité a permanecer en silencio en mi asiento.

Al salir del privado, Ivanna me esperaba sola en el pasillo.

—El señor Soler quiere que acompañes al señor Varela a su hotel —me dijo.

—¿Que yo lo acompañe? ¿A él? Es un hombre hecho y derecho, ¿para qué necesita que lo lleve?

Ivanna sonrió.

—Le gustaste mucho. Deberías saberlo.

Me acomodó el cuello del saco con un gesto condescendiente y añadió con un tono mordaz:

—Las mujeres como tú para eso sirven, ¿no? Suben puestos usando sus encantos. Tienes la oportunidad en bandeja de plata. Le encantas al señor Varela, no te ha quitado los ojos de encima desde que entró. Aprovéchalo.

Sacó una tarjeta de hotel de su bolso y me la puso en la mano.

—Trátalo bien. Que cerremos este negocio o no, depende de ti.

Le devolví la tarjeta como si quemara.

—No voy a ir.

Me agarró la muñeca con fuerza y me obligó a tomarla de nuevo, su voz ahora firme.

—Son órdenes del señor Soler. ¿O todavía no te queda claro?

Arrugué la frente, sin creerle. Cuando intenté sacar mi celular del bolso, se burló.

—Ay, Gabriela, viniste como su asistente, ¿o se te olvida para qué estás aquí? Las asistentes del señor Soler no solo lo acompañan a él. Eres bonita, pero no sabes nada de negocios. ¿Por qué crees que te trajo? Para darle una sorpresa al cliente.

Vaya sorpresa que resulté ser. Pero sus palabras no bastaban para convencerme; tenía que llamarle a Diego. Ella se encogió de hombros con calma.

—Adelante, inténtalo.

Mi corazón se aceleró mientras marcaba su número, como si temiera escuchar su confirmación. El teléfono sonó hasta que la llamada terminó. No contestó. Ella sonrió, satisfecha.

—¿Ahora sí me crees?

Sentí un nudo de humillación en la garganta. La poca dignidad que intentaba mantener frente a ella se hizo pedazos.

—Él solo está jugando contigo. ¿A poco te lo tomaste en serio? —dijo ella.

“¿Así que solo soy un juguete?”. Supongo que sí. Estaba claro que no sabía cuál era mi lugar. La revelación me llenó de una furia que me nubló el juicio. Apreté los dientes.

—Señorita Montenegro, dígale al señor Soler que en este juego nadie usó a nadie, porque yo también lo disfruté. Y en cuanto al señor Varela... quédese usted con esa valiosa oportunidad. Se ve que tiene mucha más experiencia que yo en esos asuntos.

Dicho esto, le metí la tarjeta del hotel en el escote y me di la vuelta. Ivanna se quedó con la boca abierta, tan sorprendida que solo reaccionó cuando yo ya estaba por llegar al elevador. La escuché gritar:

—¡Estás loca!

Sin voltear, levanté la mano y le hice una seña obscena. El carro de Diego estaba estacionado en la entrada del hotel. Me preparé para que me gritara, para la posibilidad de que me obligara a devolverle el dinero, para el futuro arruinado de Ricardo.

Me acerqué a la ventanilla. Él la bajó. Juntando el último gramo de valor que me quedaba, le pregunté:

—Señor Soler, ¿usted me mandó a acompañar al señor Varela?

Su mirada era distante, fija en algún punto fuera del carro. Ni siquiera se dignó a verme.

—¿Tienes algún problema?

Lo entendí todo. Ivanna no me había mentido. Fui yo la que se sobrestimó.

—Ninguno —tomé una bocanada de aire—. Renuncio.

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