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Capítulo 2

Autor: Esme Valverde
Daniel y Javier le celebraron a Emilia un cumpleaños sencillo y cálido.

Javier quería organizar una gran fiesta, pero como su tía recién se había recuperado y acababa de volver del extranjero después de un tratamiento, no insistió. Selló la promesa con el meñique: el próximo año le prepararía una sorpresa enorme.

Ya entrada la noche, justo antes de dormir, padre e hijo notaron que Valeria no había dado señales de vida en todo el día.

Cada noche, Valeria le preparaba a su esposo un té de hierbas para dormir; dejaba el agua del baño a cuarenta grados y encendía el incienso que a él le gustaba.

Con Javier era igual de meticulosa: lo acompañaba a cepillarse los dientes, le daba su vasito de leche tibia y le masajeaba las piernas para activar la circulación, convencida de que así crecería fuerte y alto.

Pero esa noche, Valeria no estuvo en casa. Carla Vega, el ama de llaves, tuvo que encargarse de todo y anduvo de un lado a otro sin parar.

—Carla, ¿esto es agua para bañarse? —preguntó Daniel, de pie y con la bata de baño, frunciendo el ceño frente a la puerta—. ¿Segura de que no está hirviendo?

—Perdón, señor López; ahora mismo la cambio.

—¡Carla! ¡La leche está helada y sabe feo! —Javier se plantó a su lado con el pijama puesto y las manos en la cintura; tenía el mismo gesto que su papá, calcado—. ¡Mami siempre me la da tibiecita!

—Ahora mismo la pongo tibia —dijo Carla, sudando.

Valeria, cada vez que calentaba la leche, medía la temperatura con un termómetro y la dejaba exacta, perfecta al paladar. Pero Carla era el ama de llaves: con tanto por hacer, no podía replicar esa paciencia minuciosa.

Daniel negó con la cabeza, volvió a la sala y se dejó caer en el sofá. Tomó su taza de té y probó un sorbo. Al instante se le marcó un surco en la frente; dejó la taza con fuerza.

—Carla, ¿qué es esto? No sabe a nada.

—Señor López, la que usted toma siempre la prepara la señora desde temprano —explicó ella, a punto del colapso—. Es una receta de más de veinte hierbas, medida al milímetro; el tiempo de hervor y las proporciones solo los conoce ella. La llamé, pero no me respondió. Sin otra opción, usé los restos de las hierbas de ayer, les agregué agua y las puse a hervir de nuevo…

—¿Valeria no contesta? —A Daniel se le ensombreció el rostro; se le endureció la mirada.

Javier frunció la boca, molesto.

—Papá, ¿cómo que mami no está en casa esta noche? ¡Si no está, nadie hace nada!

Daniel tomó el celular; estaba por llamar a Valeria cuando entró primero la llamada de su secretario, Álvaro Vargas.

—Jefe, hubo un incendio en I+D de energías limpias —informó Álvaro—. El daño preliminar ronda los cinco millones de dólares.

Daniel tensó el gesto.

—¿El chip nuevo… está a salvo?

—Todo bien, puede estar tranquilo. Según me dijeron, una empleada lo sacó a tiempo. Se lastimó y fue al hospital, pero ya le dieron de alta.

—Bien —respondió Daniel, alisándose la solapa con frialdad—. Eso es lo importante.

—¿Quiere que averigüe quién fue? —preguntó Álvaro.

—No. Mientras el chip esté bien, basta.

Daniel guardó silencio un segundo.

—Álvaro…

—Dígame, jefe.

Iba a pedirle que rastreara el paradero de Valeria, pero recordó la llamada incómoda de tres días atrás. Detestaba la pareja que duda, que cela, que reprocha. Se tenía por un hombre correcto. En cinco años, Valeria siempre chocó con lo mismo: Emilia. Aunque él le repitió que no había nada que esconder, que si hubiera querido algo con Emilia ya habría pasado; “si me gustara Emilia, ¿Valeria sería mi esposa?”. Y sin embargo, ella seguía desconfiando; no toleraba a Emilia.

Daniel apretó la mandíbula y habló con voz fría:

—Ocúpate de las secuelas del incendio. Nada de problemas para Grupo López.

Respecto a Valeria, estaba cansado. No pensaba ocuparse. Total, aparte de la casa de sus padres, no tenía a dónde ir. Seguía pendiente de él y veneraba a su hijo. Estaba seguro de que, al amanecer, su esposa “sin carácter” volvería cabizbaja y obediente.

Javier seguía refunfuñando:

—Papá, ¿cuándo regresa mami? ¿Cómo puede hacer esto? ¡Deberías darle una nalgada!

El semblante de Daniel se volvió severo, con toda la autoridad del jefe de familia.

—Javier López, ¿y tus modales? No hables así.

Javier cerró la boca de golpe. Con su mamá era un diablillo; con su papá, un pollito asustado.

En ese momento le vibró el reloj inteligente. En la pantalla apareció: “Mi tía Emi favorita”.

—Papá, me voy a mi cuarto —dijo feliz, agitando la mano—. ¡La tía Emi me está llamando! Últimamente todas las noches me cuenta un cuento para dormir.

Daniel asintió apenas.

—Ve. No te duermas tarde.

Javier salió dando brincos por el pasillo.

***

Mientras tanto, en Villa Luna Creciente:

Era el departamento que Valeria había comprado en secreto tres años atrás, sin que la familia López lo supiera. El lugar era silencioso y rodeado de verde; allí podía concentrarse en diseño e investigación.

En el baño se lavó con cuidado, se quitó la sangre y, de vuelta en la habitación, se sentó despacio en la cama. Tenía veintiséis años, pero un aborto seguía siendo un golpe. Ni siquiera después de dar a luz a Javier cinco años atrás su cuerpo había terminado de recuperarse del todo.

Tomó el celular. No había ni una notificación.

A esas horas, ni su esposo ni su hijo le habían llamado una sola vez: a nadie parecía importarle por qué no había regresado a casa, ni si corría peligro.

Valeria esbozó una sonrisa amarga.

“Ya no importa.” Cuando se casó con Daniel, justo Marcos López cayó enfermo y lo internaron; la familia no tuvo cabeza para organizar nada. Ella, demasiado considerada, aceptó una comida rápida entre ambas familias; hasta las fotos de la boda fueron de trámite.

Ahora también quería terminar en silencio ese matrimonio frío como una tumba: separarse en paz y que cada quien siguiera su camino.

De pronto, el teléfono vibró: le entró un WhatsApp.

Lo abrió. Era el borrador del convenio de divorcio.

Venía acompañado por un mensaje:

“Es medianoche. Señorita, feliz cumpleaños.”

Los ojos de Valeria se humedecieron; le ardió la punta de la nariz. Sonrió conmovida y respondió:

“Gracias.”

Llegó otro texto:

“Casarse no garantiza la felicidad, y separarse no es el final. Daniel no está a tu altura. Sal de ahí; el mundo es grande y es tuyo.”

Valeria se quedó mirando la pantalla. El brillo en sus ojos volvió borrosas las letras.

***

A la mañana siguiente, sin Valeria al mando, los López amanecieron en un caos.

Uno se quejó de la forma del huevo frito; el otro frunció el ceño por el sabor del café.

—Papá, ¿cuándo vuelve mami? ¡Qué rara es! —refunfuñó Javier, mientras una empleada le ayudaba con cuidado a ponerse los zapatos.

Daniel frunció el entrecejo.

—Rápido. Ya casi llegas tarde.

—Mami siempre me lleva —murmuró Javier—. ¿Hoy no? ¿Se está haciendo la floja?

Daniel movió apenas los labios; de pronto tuvo la vaga sensación de que hoy era una fecha importante. No logró recordarla.

—¡Dani! —una voz dulce lo llamó y lo sacó de sus pensamientos.
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Último capítulo

  • Servir, jamás; reinar, siempre. ¡Me coroné!   Capítulo 30

    Valeria alzó la mirada y se encontró con el porte sereno de doña María.—¿Mamá? —Juana bajó el tono de inmediato.—Valeria —dijo doña María, volviéndose hacia la mujer sentada a su lado, con una voz cálida y cercana—, de ahora en adelante, en esta casa, sea cena familiar o cualquier comida, no vas a meterte a la cocina ni a servir los platos.Valeria abrió los ojos un instante.—Abuela, yo…Doña María se inclinó y le dio una palmadita en la mano.—Niña, siéntate a gusto y come tranquila. Hoy pedí que hicieran varios de tus platos favoritos. Come bien.Una tibieza repentina le subió al pecho; los ojos se le humedecieron apenas. En esa casa, el único calor siempre había venido de la abuela.Emilia apretó los labios y miró de reojo a Daniel, a su lado. Daniel no reaccionó. A quien sí se le tensó la cara fue Juana.—Mamá, las nueras de los López, usted y yo incluidas, siempre han ayudado en la cocina. Es nuestra tradición…—¿Y solo porque es “tradición” ya está bien? —cortó doña María, con

  • Servir, jamás; reinar, siempre. ¡Me coroné!   Capítulo 29

    —Doña María, señora Juana… De verdad, perdón. Fue culpa mía…Emilia llevaba sobre los hombros el saco ancho de Daniel; tenía el cabello un poco revuelto y los ojos vidriosos, como si hubiera pasado por la peor de las vergüenzas. Esa cara despertaba el instinto de protección de cualquiera.—No tienes que disculparte —dijo Daniel, grave—. No fue tu culpa.Valeria bajó la mirada. Se le apretó el pecho, inevitable. Que Daniel hubiera dejado el trabajo para ir a sacarla del apuro, ya lo había aceptado; que además le prestara su saco, también. Pero traerla a la casa de los López, delante de la abuela… ese gesto, tan protector y tan público, le dejó claro que Daniel adoraba a Emilia.—Tía Emi, ¿estás bien? —se apresuró a preguntar Javier—. ¿No te pasó nada?Emilia forzó una sonrisa pálida.—La tía está bien.—Que esté bien es lo primero —dijo Leticia, riendo—. Con mi hermano ahí, ¿qué problema no se resuelve?Doña María carraspeó un par de veces; se le endureció el gesto.—¿No era hoy la cena

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    Al oírlo, doña María frunció el ceño. Valeria bajó la mirada; se le tensaron los dedos en la taza.—¿Abuela, a tía Emi le pasó algo? ¿Está bien? —se apresuró a preguntar Javier.Esa preocupación espontánea por Emilia era un calco de la de su padre.—Sí, mamá —secundó Leticia, con gesto preocupado—. Emilia siempre ha sido una mujer buena, tranquila y correcta. ¿Cómo pudieron rodearla los reporteros así de repente? No vaya a ser que le tendieron una trampa. Además, no anda muy bien de salud; si se llevó un susto, a mi hermano le debe doler el alma.Lo dijo para herir a Valeria; sin embargo, en el rostro frío de la mujer no se movió ni un músculo.Juana suspiró.—Cuando vuelva Dani, que nos lo explique.—¿Y qué, esa Emilia es una muñeca de cristal? Con lo curtida que está, ¿unos periodistas la espantan? ¿De cuándo acá tan frágil? —soltó doña María, dejando la taza con un golpe que hizo vibrar la mesa. Luego miró a Juana—. Juana, llámalo y dile que regrese a la casa de inmediato.—Sí, mamá

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    —Encuentra la forma —dijo Leticia, bajando la voz—: un bloqueo, un cierre, lo que sea. Retrasa a Valeria para que no llegue a tiempo al aeropuerto.Un día como hoy, si Valeria llegaba tarde, a su bisabuela y a su madre no les iba a gustar nada. Y esa mujer “sin clase” quedaría aún peor parada en la familia.—Sí, señora. Me encargo ahora mismo.***En la autopista, Valeria sintió que algo no cuadraba. Alzó la vista al retrovisor: un sedán negro aceleró de golpe hasta emparejarse con su SUV blanca.Aferró el volante. Cuando iba a pisar a fondo, el sedán se le echó encima por el costado.No era ninguna novata al volante.Se le endureció la mirada; hundió el acelerador, viró con la izquierda y, con la derecha, redujo y volvió a acelerar. Todo salió limpio, fluido, preciso. La SUV ganó distancia en segundos; por más que el sedán intentó cerrarle el paso, no logró rozarla.En un latido, la SUV de Valeria ya había dejado al sedán muy atrás.El perseguidor no se rindió: iba a lanzarse de nuevo

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  • Servir, jamás; reinar, siempre. ¡Me coroné!   Capítulo 25

    —Si van a salir, que lo hagan en otro lado. ¿Qué hace esa en el despacho? —preguntó Natalia, con media sonrisa.—Vino por un caso —susurró la colega, mirando a su alrededor.—¿Qué caso?—Hace unos días denunciaron a una alta directiva del Grupo López por exigir favores sexuales y abuso de poder. Dicen que la denunciante es esa señorita. Y el caso lo tomó el propio abogado Méndez.La colega chasqueó la lengua.—Lo hace por ella. Los honorarios y la asesoría de ese abogado son de otro planeta. ¿Con qué iba a pagarlos la chica? Bajarse del pedestal por la mujer que te importa… eso suena a amor del bueno.Apenas se fue la colega, Natalia entró a la escalera de emergencia y marcó.—¿Hola, Nati? —contestó Emilia, con un tono lánguido y segura de sí misma.—Emi, adivina a quién vi en nuestro despacho: a Valeria Soto. Entró pegadita a Gabriel Méndez, coqueteando y todo. ¿No te parece una descarada? —escupió Natalia, descargando su mal humor.—Oh, ¿sí? —respondió Emilia, sin sorpresa.—¿Y no te

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