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Capítulo 2

ผู้เขียน: Dulcecita
Le dio asco, así que le mordió el labio inferior con todas sus fuerzas.

Adrián se apartó por el dolor. Con sus largos dedos, se limpió un hilo de sangre del labio, mirándola como si no entendiera por qué lo había hecho.

—Yo…

Apenas iba a hablar cuando él la calló con otro beso. Luchó por quitárselo de encima, empujándolo con ambas manos.

Pero al ver la cara perfecta de Adrián tan cerca, el corazón se le aceleró sin control, como si un motor se hubiera encendido dentro de ella.

Recordó la primera vez que lo vio, tres años atrás. Llevaba un abrigo negro de cachemira y era aún más apuesto que en las fotos, con un porte intelectual y reservado.

Sus ojos brillaban, enmarcados por pestañas largas y oscuras que le daban una actitud melancólica, como si ocultara algo. Y pensar que ella había pasado tres años intentando acercarse a él, sin conseguirlo nunca.

Ya estaba harta. Cansada de intentarlo. Con una resolución que no sabía que tenía, lo empujó para quitárselo de encima.

—¿Qué te pasa?

Las facciones perfectas de Adrián se contrajeron, confundido por su repentino y firme rechazo. Su mirada se clavó en ella, tan intensa que sintió que le faltaba el aire.

Tras un par de segundos en silencio, Clarissa levantó la mano y le acarició la mejilla con una suavidad inesperada.

—Quiero el divorcio.

Con la camisa abierta y la pasión aún ardiendo, pareció congelarse. Al escucharla, se quedó serio y cualquier rastro de deseo se esfumó. Se sentó en el borde de la cama, creando una distancia insalvable entre los dos.

—¿Qué miraste?

Le dio la espalda mientras hablaba. Entonces vio una mancha oscura en el hombro de él: era la marca de un labial. Fue doloroso.

—Vi los mensajes que te mandaste con ella. ¿Van a tener un hijo?

—Sí. Es la verdad.

Fue como si le clavaran un puñal en el pecho. Había querido creer que estaba equivocada, se había convencido de que todo era un malentendido, pero jamás imaginó que él lo admitiría tan tranquilamente. Ni siquiera intentó dar una explicación.

Clarissa respiró hondo; pero aun así, sentía que se quedaba sin aliento.

—Si es así, hay que divorciarnos. Lo nuestro siempre fue un acuerdo, nunca se trató de sentimientos…

—Sé que entre nosotros no hay sentimientos. Por eso no te debería costar tanto aceptar lo nuestro.

Clarissa no podía creer lo que oía.

—Ella no es ninguna amenaza para ti. Y tú siempre vas a ser la señora Cisneros.

—¿Sabes siquiera lo que estás diciendo, Adrián?

Clarissa, que siempre había sido tan dócil, sintió cómo la ira empezaba a hervirle por dentro.

Si entendía bien, Adrián le estaba pidiendo que lo compartiera. Que aceptara a la otra. Era inaceptable. Además, ceder en esto significaba que el hijo que esa mujer esperaba podría, con todo el derecho, reclamar parte de su patrimonio. ¿Creía que podía rebajarse tanto?

—Sé lo que digo.

Clarissa lo fulminó con la mirada.

—Jamás voy a aceptar una porquería así. ¡Ya me cansé de ser tu esposa!

Al borde del colapso, se levantó de la cama y salió de la habitación a toda prisa, con las lágrimas corriendo sin control por su cara.

Cuando regresó al cuarto, ya se había secado las lágrimas. Estaba más tranquila y traía consigo un acuerdo de divorcio que ya tenía preparado.

En lugar de montar una escena, era mejor mantener la compostura. Si no había amor, entonces hablarían de dinero. Le entregó los papeles a Adrián.

—Firma esto y nos separamos en paz.

Adrián le echó un vistazo rápido al documento antes de clavar su mirada en ella.

—¿Quieres la mitad de mi dinero? Vaya, qué atrevida.

Clarissa esperaba una reacción así. Sin amor de por medio, la negociación sería un desastre.

—¿No es lo justo?

Solo estaba pidiendo lo que le correspondía. Adrián la observó con una mirada entre despectiva y burlona.

—No voy a aceptar y mucho menos me voy a divorciar de ti. Te aconsejo que te quites esa idea de la cabeza.

Su tono era cortante, definitivo. Sabía que un divorcio significaría no solo perder una parte considerable de su fortuna, sino también posibles problemas para su carrera.

—Y ni se te ocurra mencionarle esto a nadie de nuestras familias.

—¿Por qué?

Su cinismo era increíble.

—Se volvería un escándalo muy desagradable. Para ti y para ella.

Clarissa se rio con amargura.

—¿Y a la que se mete en un matrimonio ajeno le preocupa pasar una vergüenza?

—Ella no tiene nada que ver. El que se equivocó fui yo.

Era obvio que a Adrián le molestaba que culpara a la otra mujer. Pero Clarissa recuperó la calma.

—Dame las acciones de la empresa que me corresponden y yo le dejo mi lugar. Te casas con ella y todos felices. Nadie tiene por qué pasar un mal rato.

Adrián la miró fijamente durante un largo rato, con sus ojos oscuros e indescifrables. Habló.

—Es imposible que nos divorciemos. Somos socios en esto, lo sabes.

—Pues ya veremos.

—No te atrevas a hacerle nada. Tiene depresión y su madre es una accionista importante de nuestra división en el extranjero. Así que más te vale que te comportes.

—¿Que me comporte? —rio, incrédula—. ¿Cómo me pides algo que ni tú mismo haces?

Adrián tomó el acuerdo de divorcio y lo hizo pedazos, dejando caer los trozos al suelo. Se abotonó la camisa, se puso de pie y se dirigió a la puerta.

—Voy a dormir en el cuarto de huéspedes.

La puerta se cerró tras él con un sonido definitivo. No durmió en toda la noche.

Al amanecer, a pesar de tener la cara demacrada por la falta de sueño, se maquilló a la perfección para mantener una apariencia impecable e indiferente.

Luego tomó su auto y condujo hasta el despacho de abogados que Marcos Ortega, su hermano había fundado. Iba a contratar a un abogado para que la representara en el divorcio.

Apenas entró en la oficina, vio una placa nueva en la pared con el nombre de uno de los abogados. David Salazar.
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