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Capítulo 6

Penulis: Peachy
El ambiente en el salón privado del Blue Moon ponía los pelos de punta. Entré detrás de Dante y lo sentí.

Isabella estaba sentada en la mesa de juego, con la cara pálida como un fantasma y las manos temblorosas. Sobre la mesa había un revólver plateado.

—¡Dante!

En cuanto nos vio, se lanzó a sus brazos.

—¡Sálvame! ¡Tengo mucho miedo!

Frente a ella estaba sentado Marco, con una sonrisa cruel dibujada en su cara de setenta años.

—A tiempo —le dijo a Dante—. Tu prometida me debe cincuenta millones de dólares. Más los intereses.

Dante la abrazó con fuerza.

—Te puedo dar el dinero.

Marco negó.

—No, no, no. El dinero es aburrido. Quiero que juegue a algo más interesante.

Señaló la pistola que estaba sobre la mesa.

—Ruleta Rusa. Seis recámaras, una bala. Si tiene suerte, sale de aquí viva.

Isabella rompió en llanto.

—¡No lo voy a hacer! ¡Dante, no me quiero morir!

—Sabía a lo que se atenía cuando se sentó —soltó Marco con desprecio—. El castigo es la muerte.

Dante protegió a Isabella, poniéndola detrás de él; su mirada mostraba una furia mortal.

—Déjame tomar su lugar.

Marco negó.

—No. Tiene que ser ella. El pacto es claro. O…

Su mirada se desvió hacia mí, con un destello perverso en los ojos.

—Que la muchacha tome su lugar. ¿A quién le importa si se muere?

—Claro que no —se negó Dante.

Sentí un fugaz consuelo. Al menos todavía me estaba protegiendo.

—Entonces que lo haga tu prometida.

Marco tomó la pistola, le metió una sola bala e hizo girar el cilindro.

—Voy a contar hasta tres. El juego empieza.

—Uno.

Isabella gritó, aferrándose a Dante.

—¡Dante, sálvame! ¡No me quiero morir! ¡Se supone que nos vamos a casar! ¡Que voy a tener a tus hijos!

—Dos.

—¡Espera! —gritó Dante.

Miró a Isabella, que no paraba de llorar, y luego me miró a mí. Vi la lucha en su mirada, la agonía.

Entonces, tomó su decisión. Me miró, con la cara inexpresiva. Su voz sonó hueca, carente de emoción.

—Toma su lugar.

Mi mundo se vino abajo.

—¿Qué?

No podía creer lo que estaba escuchando.

—Es una orden.

No se atrevió a mirarme a los ojos.

Isabella dejó de llorar, con una sonrisa.

—Gracias, mi amor.

Se puso de puntitas y le dio un beso en la mejilla.

—Sabía que me protegerías. Después de todo, seré tu esposa.

Me miró, con una satisfacción venenosa.

—Y ella solo es una empleada desechable, ¿no?

Marco aplaudió, encantado.

—¡Excelente! ¡Esto es mucho más interesante! ¡Parece que el señor Costello sabe tomar la decisión correcta!

Dos guardias me empujaron hasta la silla. Miré a Dante. Su expresión era la de un desconocido.

—¿Por qué? —mi voz fue apenas un susurro—. Me salvaste la vida hace diez años. ¿Y ahora tú vas a matarme?

—Es la única opción —dijo con voz monótona—. Isabella es una Rossi. Su vida está ligada a una alianza que mantiene a mis hombres a salvo. Su vida tiene valor.

Hizo una pausa y su mirada me dejó paralizada.

—Y tú… tú solo trabajas para mí.

Solo una empleada. Sus palabras me partieron el corazón.

Isabella sonreía.

—¿Escuchaste eso? Ese es tu lugar en su corazón. Ya deja de hacerte ilusiones.

Marco empujó la pistola sobre la mesa, hacia mí.

—Las reglas son sencillas. Giras el cilindro, te la pones en la sien y jalas el gatillo. Si está vacía, ganas. Si no…

Hizo un gesto como si se cortara el cuello. Me temblaban las manos.

—No voy a jugar.

—Entonces se mueren los tres —dijo Marco con voz amenazante—. Nadie rompe mis reglas.

Se inclinó y me susurró al oído.

—Juega, niña. Haz lo que te digo.

La mandíbula de Dante se tensó. Se puso rígido.

—Es por el bien de todos.

Las palabras salieron con dificultad, casi masticadas. El bien de todos.

Me reí, pero el sonido salió roto. Las lágrimas me corrían por la cara.

—¿Sabes? —dije con la voz quebrada—. Nunca te pedí nada. Solo quería ser algo más que una desconocida para ti.

Tomé la pistola. Sentí su peso real en mi mano.

—Ya entendí. Para ti, no soy ni siquiera eso.

Isabella observaba con una sonrisa. Estaba disfrutando el momento.

—Debiste haber aprendido cuál es tu lugar —dijo con desprecio—. ¿En serio creíste que meterte en su cama por unos años iba a cambiar algo?

Marco empezó la cuenta regresiva.

—Diez segundos, preciosa. Decide.

Apoyé el cañón de la pistola en mi sien. Sentí el metal contra mi piel. Podía sentir el aliento de la muerte en la nuca.

Vi a Dante estremecerse, una sacudida brusca y violenta, como si la bala ya lo hubiera alcanzado a él.

—¿Sabes qué es lo que más odio, Dante? —dije sin dejar de mirarlo—. No es que no me quieras. Es que me dejaste creer que me protegerías.

—Una vez me salvaste la vida. Ahora te la devuelvo.

Jalé el gatillo.

—Clic.

Vacía. Estaba viva.

Pero no sentí ningún alivio.

Vi que Dante apretó los ojos con fuerza por un segundo. Tragó saliva con dificultad, como si intentara contener algo.

—Otra vez —dijo Marco, con la voz alterada por la emoción—. El que gane dos de tres.

Levanté la pistola de nuevo. Hice girar el cilindro. Esta vez, sin dudar.

El segundo intento.

Vi cómo la mano de Dante, que colgaba a su costado, se cerraba en un puño. Apretó con tanta fuerza que los tendones se le marcaron. No apartó la mirada de mí, pero su indiferencia había desaparecido. En su lugar había algo que no pude descifrar. Dolor y miedo puro.

—Clic.

Seguía vacía. La tercera vez.

Cerré los ojos. Pensé en todos los buenos recuerdos de los últimos diez años.

Todo había sido una mentira. Esta vez no miré a Dante, pero podía sentir su mirada clavada en mí, quemándome.

—Clic.

Aún vacía.

—¡Maldita sea! —Marco golpeó la mesa con la mano—. ¡Zorra suertuda! ¡Lárguense! ¡Los dos!

El juego había terminado.

Isabella se lanzó a los brazos de Dante.

—¡Ay, gracias a Dios! ¡Estamos a salvo!

Luego se volteó hacia mí, con la mirada destilando veneno.

—Qué lindo de tu parte haber estado dispuesta a morir por mí. Pero ese es tu trabajo, ¿no?

Me puse de pie y los observé abrazarse.

Dante le acariciaba el pelo a Isabella para consolarla. Pero se veía agotado, como si toda la fuerza lo hubiera abandonado. Estaba más pálido que ella.

Sus ojos estaban fijos en mí, por encima del hombro de ella. Tenía la mirada de un animal moribundo.

Caminé hacia la puerta.

—Elara.

La voz de Dante me detuvo. Sonaba rasposa. Ronca.

Me di la vuelta.

—Lo hiciste bien.

Pude notar un temblor en su voz.

—Te daré lo que quieras.

Empujé la puerta y salí a la calle, tambaleándome. Las piernas me temblaban tanto que ya no pude sostenerme en pie.

Donde el cañón se había presionado contra mi piel, quedaba una marca, como un beso de la muerte.

Volví la mirada hacia el hombre que me había sacrificado por otra mujer.

El último rastro de amor que sentía por él quedó enterrado para siempre, junto con esas tres balas que no se dispararon.

Quizá la muerte era la única forma en que podría liberarme de él.
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