MasukClaudio se paró de repente y se rio con amargura, muy cerca de su oído.—Emperatriz, ¿por qué no me apartas? ¿Temes que… muera si lo haces?Serafina levantó la vista, sin poder creerlo.La cara de Claudio estaba pálida como el mármol, pero sus labios se veían muy rojos.Él se cubrió los ojos con una mano temblorosa. Su voz salió ronca y entrecortada.—Entonces nunca me empujes lejos. Porque si lo haces… de verdad moriré.Con la otra mano, la sujetó de la cintura y la levantó un poco.Cuando Serafina entendió lo que estaba por pasar, su cuerpo reaccionó al instante y trató de soltarse.El agua, quieta hasta entonces, se movió con fuerza entre los dos.Ese movimiento hizo que Claudio dejara escapar un quejido.—Esa flecha… la recibí por ti.Esa voz ronca, cargada de dolor, la detuvo.Serafina dejó de resistirse.Claudio la miró, con culpa y cariño, y apenas tocó sus labios con los suyos.—Mi general… no deberías ser tan leal.***Afuera de la tienda, Arturo hacía guardia.El silencio de
Aunque el cuerpo y la mente de Arturo no podían aceptar algo así, por salvar al emperador no tenía otra opción.Dejó su espada a los pies de Serafina, se inclinó y entró a la tienda, decidido.Ella se quedó afuera, de guardia.No pasó mucho antes de que un grito, cargado de rabia y autoridad, retumbara desde dentro:—¡Fuera!Serafina entró de inmediato.Encontró a Arturo arrodillado en la tina, tratando de desatar el cinturón de Claudio.El impacto la dejó sin aire.—¡Detente! ¿Qué haces? —gritó.El soldado, rojo hasta las orejas, se sentía profundamente humillado.—Señora… usted dijo que acompañara al emperador —murmuró, temblando.Serafina se llevó una mano a la frente, exasperada.—Te pedí que lo acompañaras, no que lo tocaras.Al oírla, Arturo suspiró aliviado.Retrocedió enseguida, agradecido de no haber tenido que cumplir lo que imaginó.Ya se había preparado para morir después de hacerlo.Serafina no entendía en qué diablos pensó, aunque aceptaba que su orden fue ambigua.No sor
En el Campamento Sur llevaron al chamán ciego hasta la tienda imperial.No tardó en dar su veredicto.—Es, sin duda, Veneno Ancestral.Claudio se molestó. Cuando el dolor fue insoportable, le buscó la mano a Serafina.Ella, sin embargo, tenía la atención puesta en el chamán.—Si puedes identificarlo —le preguntó Serafina—, ¿puedes también curarlo?El hombre respondió, serio:—Aunque sea Veneno Ancestral, nunca había sentido uno así. No puedo ayudarles.Al oírlo, Arturo habló con rabia:—¡Si es Veneno Ancestral, entonces el asunto está ligado a Austral! —exclamó.—Majestad, permítame llevar tropas y…—Retírate —lo interrumpió Serafina con voz firme.Arturo entendió que se había pasado.—Sí, Su Majestad. Me quedaré afuera.El chamán, de oídos finos, pareció escuchar algo que lo puso tenso.No sabía que estaba dentro del campamento de Nanquí.Serafina volvió a preguntarle:—Si tú no puedes curarlo, ¿y los demás chamanes?—Señora —respondió él—, puedo asegurarle que en todo Austral no hay
En ese momento, a Marcela le hervía la sangre.Sabía que Remigio nunca había sentido nada por ella. Siempre la rechazaba con educación y apenas le dejaba espacio para las bromas.Por eso, cuando lo obligó a “pagar su deuda” acostándose con ella, jamás imaginó que él aceptaría.—Tú… —Marcela tragó saliva, nerviosa.Pero cuando Serafina, aún bajo la identidad de Remigio, desató su cinturón y abrió su túnica, Marcela se quedó petrificada.¡Una venda en el pecho!La persona que amaba… ¡era una mujer!Marcela quedó completamente atónita.—Tú… ¿cómo…?Con calma, Serafina se quitó su manzana de Adán falsa y confesó sin rodeos:—Soy mujer.Marcela se quedó inmóvil, como si un rayo le hubiera caído.—¿Mujer…? ¡Eres una mujer!Sus manos temblaban, y los ojos le brillaban con lágrimas que estaba conteniendo.Seria, Serafina volvió a vestirse y le habló con mucha formalidad:—Durante años hemos sido amigas. Te aprecio de verdad, pero jamás quise engañarte ni herirte. Hoy digo quién soy, no para pe
La herida en el brazo de Claudio no era profunda, un rasguño nada más.Sin embargo, su cara se tensaba por el dolor, como si estuviera aguantando un tormento por dentro.Serafina lo notó al instante. Esa vez no fingía.De inmediato mandó llamar al médico militar.Claudio, terco, todavía insistió:—Estoy bien…El médico le tomó el pulso, revisó la herida una y otra vez, pero no encontró nada raro.Serafina lo agarró bruscamente.—¿Y la flecha? ¿La revisaste?El médico dudó.—La flecha… tampoco tenía nada extraño, su majestad…Ella aflojó la mano y miró a Claudio.Él tenía la cabeza baja, con las manos apretadas sobre las rodillas. Las venas del cuello sobresalían, respiraba con tensión y, pese al dolor, intentaba mantenerse firme para no perder su dignidad imperial.El médico no podía hacer más. Serafina lo despidió con un gesto.En cuanto salió de la tienda, Claudio levantó la vista; en sus ojos, rojos, se notaba un rastro de furia y desconcierto.—¿Qué me está pasando?En ese momento,
Serafina no se detuvo a mirar a Claudio. Siguió persiguiendo al hombre hasta las afueras del Valle de la Muerte.Cuando por fin lo alcanzó, tiró con fuerza de su capa negra.Debajo del manto, el hombre llevaba una máscara que ocultaba su cara.Retrocedió tambaleante unos pasos.En el intercambio de golpes, Serafina notó algo:¡ese hombre tenía seis dedos!Era él.El amo del Veneno de las Sombras.La mirada de Serafina se llenó de rabia. Sus ataques se volvieron todavía más veloces y precisos.Entonces el hombre habló:—¿Te digo “emperatriz” o “general Gonzalo”? Si Silvano no hubiera dado su vida por cinco años de la tuya, hoy estarías muerta.Cuando escuchó ese nombre, Serafina se quedó impactada.Que conociera a Silvano no era extraño…pero que supiera quién era ella, sí.El hombre aprovechó su desconcierto para retroceder y saltar hasta una roca alta.Desde arriba, la miró con una sonrisa burlona.—Parece que no sabes cómo murió Silvano.Se le llenaron los ojos de lágrimas.—Habla cl






