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Capítulo 3

Autor: Remolacha
Según mi mamá, para emparentar con nosotros el papá de Gabriel movió cielo, mar y tierra. “Cuando se entere de que su hijo mismo echó a perder el compromiso, le va a ir como en feria.”

Con ese pensamiento, se me aflojó el enojo. “No vale la pena seguir discutiendo con este par de babosos.” Me di la vuelta para irme.

Pero Emilia, alzada porque sentía respaldo, volvió a plantarse frente a mí con la mano por delante.

—¡Zorra, no te me vas! Me quitaste el vestido y me pegaste. ¡Aún no te cobro la factura!

—¿Y cómo quieres saldarla? —le sostuve la mirada, sin parpadear.

Creyó que me había acobardado y me soltó un manotazo.

—Hasta que me dejes satisfecha.

Le sujeté la muñeca en el aire y, con la otra mano, le solté una bofetada limpia. Se quedó boquiabierta.

—¡Zorra! ¿Te atreves a…?

La segunda cachetada le cortó la frase.

—¿Así ya te sientes satisfecha? —pregunté en frío.

El brío se le desinfló de golpe. Con ojos vidriosos, se escondió detrás de Gabriel.

—¡Gabriel, haz algo!

Gabriel la cubrió con el brazo, dolido por ella y duro conmigo.

—Te metiste con la mía. Parece que te cansaste de vivir.

Chasqueó los dedos y sus guardias avanzaron. Alcancé a tumbar al primero con una barrida; al segundo ya no. Recibí dos, tres golpes; el dolor me partió las piernas. Caí, y entre los dos me alzaron de los brazos para arrastrarme y ponerme frente a la pareja.

Gabriel le dio a Emilia rienda suelta:

—Hoy haz con ella lo que quieras. Si pasa algo, yo me encargo.

Con ese permiso, Emilia recuperó el aplomo. Me encajó dos cachetadas más y me escupió en la cara.

—¿No que muy valiente? A ver, sigue haciéndote la brava.

Remató con una patada al vientre. Me doblé, abrazándome el abdomen, y los miré desde abajo.

—Se van a arrepentir. No voy a dejar esto así.

Emilia se rió, desbordada.

—El Grupo Méndez es uno de los tres conglomerados más grandes de la ciudad. ¿Con qué me vas a pelear tú, muerta de hambre?

—Hoy vas a aprender lo que cuesta meterse conmigo.

Sacó un cortaúñas del bolso. Con la lima plegable me rasguñó la mejilla. El ardor fue instantáneo; sentí la piel inflamada y un hilo tibio resbalar.

—Te dijimos que no te metieras con los Méndez —murmuró alguien al costado—. Ahora ni modo.

—Qué lástima, con esa carita tan bonita… —agregó otra—. Arruinársela, qué desperdicio.

—La gente de a pie debe saber cuándo aguantar —dijo un tercero—. En la calle, mejor tragar orgullo.

Emilia volvió a levantar el cortaúñas hacia mi cara. El pánico me invadió. “Primero salvo la cara; lo demás lo cobro después.”

—Me equivoqué —solté, rápida—. Quédate con el vestido. No debí pelear por él.

—Demasiado tarde, zorra —me hizo otro tajo, más corto—. Hasta que me saque el coraje.

Chillé sin poder contenerme y miré a Gabriel, buscando un resquicio de humanidad.

—Gabriel, ¿no te pesa mi apellido? Si la dejas hacer esto, te vas a arrepentir.

Me respondió con desdén:

—¿Tu “apellido”? Por la lagartona de tu madre, mi papá perdió la cabeza y me quiso imponer este compromiso. Nada más.

Los ojos de Emilia encendieron una chispa cruel.

—Si tu mamá es una lagartona, tú saliste igual. Hoy te dejo en cueros para que se te baje lo sabrosita.

—¡No! —intenté zafarme—.

En eso, sonó mi teléfono dentro de mi bolsa. Me retorcí para alcanzarlo, pero Emilia fue más rápida y lo sacó. Deslizó para contestar. La voz de mi mamá llenó el aire.

—Catalina, ¿cómo va lo del vestido?

—¡Mamá! —grité—. Ayúdame, me están pegando… ¡quieren desnudarme!

—¿Qué? ¿Quién se atrevió? —su tono cambió al instante.

Emilia tomó la bocina, insolente:

—Tu patrona, Emilia. Y a tu hijita, que anda de lagartona por ahí, claro que la voy a poner en su lugar.

—No me importa quién seas —mi mamá sonó afilada—. Suéltala ahora mismo o, cuando llegue, te va a pesar.

—Pues vente —rio Emilia—. Aquí te espero. A ver si no te arranco la piel yo misma.

Colgó de un golpe y azotó el teléfono contra el piso hasta hacerlo pedazos. Luego me cruzó otra bofetada.

—Tal para cual, madre e hija. Cuando llegue tu mamá, las dejo a las dos en cueros.

Los segundos se hicieron piedra. “Apenas van cinco minutos y se sienten medio siglo.”

Al fin, un Lincoln alargado apareció en la entrada de la boutique. La puerta trasera se abrió y mi mamá bajó con tacones firmes.

—A ver —dijo, recorriendo el lugar con la mirada—, ¿quién fue la valiente que dijo que me iba a arrancar la piel?
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