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Capítulo 6

Author: Lola Fuego
Elías seguía descargando reproches cuando, de reojo, notó los hombros temblorosos de Irene. Dos lágrimas limpias le corrieron por la mejilla. El corazón se le apretó como si una mano invisible lo estrujara. La furia contra Ana Sofía se mezcló con una ternura súbita por la otra.

Giró el rostro; la mirada le volvió gélida al posarse en Ana Sofía.

—La responsabilidad es tuya —remató—. Irene no tiene a nadie. No voy a despedirla.

—¿Y por eso quieres despedirme a mí? ¿Porque ella te parece “más vulnerable”? No sabía que tener una historia triste daba pase libre para no responder. ¿Entonces cualquiera puede hacer lo que quiera sin consecuencias?

Ana Sofía lo miró con los ojos muy abiertos, la respiración agitada; cada palabra le salía a presión, encendida. “¿Cómo pude idealizarte tanto tiempo?”

Irene alzó la cara, herida en el gesto.

—Mis papás sí fallecieron —dijo entre sollozos—, pero no puedes usar eso como cuchillo para abrirme la herida, Ana Sofía.

Los hombros le temblaron más; dio un paso y, sin pudor, se recargó en el brazo de Elías.

El asco le subió a Ana Sofía como ola ácida. “Si así se pega cuando estoy enfrente… mejor ni imaginar lo de espaldas.”

—Te pasas —tronó Elías—. Irene ya carga bastante, ¿por qué echas sal en la herida?

—¿Y ustedes dos no me están acuchillando a mí? —Ana Sofía sostuvo la mirada de él, sin pestañear—. Eres CEO: si no vas a actuar con limpieza, al menos no te alinees con intrigas. ¿Quién se está pasando, Elías?

El músculo en la mejilla de Elías se movió apenas. La dureza de sus ojos cedió un milímetro. La nuez le bajó y subió; un rastro de culpa se le asomó, mínimo, pero real. Abrió la boca y no dijo nada.

Irene captó ese titubeo como un destello en la oscuridad. Por dentro, afiló el gesto; por fuera, volvió al temblor dulce. Se inclinó más, con voz de pajarito:

—Eli, ya…La culpa es mía. Si quieres, me voy. Al fin y al cabo estoy sola; con trabajo o sin trabajo, da lo mismo.

Levantó los ojos grandes, brillosos, como si narraran sin palabras su desamparo.

Elías terminó de inclinar la balanza.

—Sofi —dijo con tono definitivo—, quedas suspendida por un mes. Después te reincorporas. Tengo que darle una explicación al presidente Cervantes.

Pausó, suavizando un poco la voz:

—Voy a compensarte. Tu puesto de secretaria personal te espera. Cuenta con eso.

Ana Sofía arqueó apenas la boca; la sonrisa le salió con filo.

—Siempre me pregunté por qué encajaban tan bien. Son del mismo molde. ¿Compensación? Perfecto: quiero el divorcio.

Ya tenía el plan. Solo esperaba el momento. Le llegó servido.

Los ojos de Irene chispearon, rápidos como fuegos artificiales a medianoche. Contuvo la alegría; apenas una comisura se le elevó, triunfal. “Qué diligente. La puerta se me abre.”

Elías se quedó helado, como fulminado por un rayo. Alzó la cabeza con un respingo; los ojos, encendidos.

—Apenas te suspendo un mes y me sales con el divorcio para presionarme. ¡Te malacostumbré!

—Tus “mimos” no me hacen falta. Las demás compensaciones te las mando por escrito. Y ahora, por favor, ve a buscar a tu… subordinada —remató con una sonrisa profesional sin calor.

Se dio media vuelta y caminó hacia la puerta con paso firme. Elías, inquieto, amagó con ir tras ella, pero se quedó clavado, mirando cómo desaparecía.

De regreso en su área, Ana Sofía tomó sus cosas y salió del Grupo Ortega sin mirar atrás.

En el trayecto a casa, un convertible apareció de la nada al cambiar de carril. No hubo margen: impacto seco, metal contra metal.

Ana Sofía apretó el volante, respiró hondo.

“Maldita sea. Hoy debí quedarme en cama: de una a otra… y ahora esto. Día salado.”

Del auto contrario bajó alguien y tocó su ventanilla. Ella la bajó y, al ver el rostro tras los lentes oscuros, parpadeó.

—¿Señorito Morales?

El rubio oxigenado se quitó las gafas, igual de sorprendido.

—¡Señorita Miranda! ¿Tú?
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