Diego, que ya iba a dar un paso al frente, se detuvo apenas. Una sombra de desconcierto le cruzó la cara. Alzó la vista hacia Ana Sofía y, con una mueca resignada, murmuró:—Tampoco hacía falta decirlo con tanta… pasión.Subieron al piso ejecutivo. Diego tomó el picaporte con cuidado, lo giró despacio y empujó. Ana Sofía, con la memoria lista para un campo de batalla —papeles por el suelo, libros torcidos, vasos rotos—, tensó los hombros y asomó los ojos.Encontró lo contrario: cristales impecables, muebles en su sitio, carpetas apiladas con orden casi quirúrgico. El piso brillaba.—Señor Rodríguez, ¿no dijo que su presidente estaba furioso? —susurró, incrédula, acercándose a él.—Sí. Mucho —confirmó Diego con una sonrisa cansada.—Entonces… ¿por qué no rompió nada? —bajó aún más la voz, los ojos le dieron una vuelta completa. En su cabeza apareció la estampa habitual de Elías cuando se sulfuraba: oficina hecha trizas, hojas volando como nieve, estantes vencidos.“Las comparaciones son
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