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Capítulo 5

Author: Lola Fuego
A las tres de la madrugada, el timbrazo del teléfono rajó la quietud del cuarto. Ana Sofía saltó en la cama. El cabello, antes dócil, le caía hecho un nudo sobre la almohada. Los ojos enrojecidos, el mal humor a flor de piel. “¿Cuántas veces van hoy? Clarito quieren que no duerma.”

—¿Bueno? —gruñó, ronca, con la paciencia en cero.

—Señora, ¿pasó algo? —era Matías. Acababa de bajar del yate. Miró la pantalla y se le abrieron los ojos—. Tengo más de treinta llamadas perdidas suyas.

“A medianoche y con tantas llamadas… algo grave.” pensó.

—Dile al señor Ortega que el contrato con el Grupo Cervantes tiene un error y piden explicación. Anoche conseguí plazo hasta el mediodía. Si Elías no se presenta a aclararlo, ese acuerdo se nos cae —soltó Ana Sofía, con los párpados pesando como plomo.

—Gracias por avisar, señora. Ahora mismo se lo digo.

No añadió nada. Colgó, apagó el celular y se dejó caer de espaldas, cubriéndose la cara con la sábana. Intentó volver al sueño.

***

A la mañana siguiente, llegó a la oficina con dos ojeras redondas como tinta y los pasos arrastrados. Antes de alcanzar su despacho, Matías le salió al paso.

El traje lo salvaba; la cara, no. Traía el cansancio en los pómulos y una preocupación terca en la mirada. Abrió la boca, la cerró, y al final se sostuvo en la formalidad:

—La está esperando el señor Ortega en su oficina.

—¿Y por qué no está con el presidente Cervantes resolviendo el desastre? ¿De verdad quiere romper el trato? —preguntó Ana Sofía, desconcertada.

Matías vaciló, y con un gesto cortés le indicó el camino.

“Esto huele mal,” pensó Ana Sofía.

Empujó la puerta y se detuvo en seco. Todo el Equipo C estaba allí, de pie, cabezas bajas, hombros caídos; parecían plantas que no vieron sol. Al notar su presencia, algunos alzaron apenas la vista: en los ojos, un destello de auxilio, como si con ella llegara la única tabla de salvación.

Elías se hallaba tras el escritorio, inclinado hacia adelante, dedos entrelazados sobre la mesa. La mirada, cortante, le cayó encima.

—¿Cómo llevaste el proyecto con el Grupo Cervantes para que se te pase un error tan obvio? —escupió, con un frío que mordía.

Ana Sofía parpadeó, perdida por un segundo. “¿A mí?”

—Ana Sofía, esto es gravísimo —intervino Irene Vargas, pegándose al costado de Elías con los brazos cruzados y el mentón alto—. Cuando “ustedes” me pasaron el seguimiento, ¿por qué no me informaste la proporción de la repartición entre ambas empresas? ¿Cómo piensas hacerte responsable de una falla así?

El tono, digno y acusador; los ojos, felices de estar en el juicio.

A Ana Sofía le subió un calor rabioso desde el estómago. Casi rio.

“Ah, claro. Manual de siempre: trasládale la culpa a mí.”

—Ya cedimos diez puntos del margen por este tropiezo —intervino Elías, frunciendo el ceño—. Para la empresa es una pérdida fuerte. Ana Sofía, esto es tuyo.

Se recargó en el respaldo como quien dicta sentencia.

El rostro de ella se heló. Lo miró con incredulidad, decepción y furia. “Por su ‘amor ideal’ es capaz de cualquier cosa.”

Clavó la vista en Matías y en el Equipo C.

—Salgan, por favor. Cuando hay alguien repartiendo culpas, escuchar de más también salpica.

Matías cruzó una mirada con el equipo; salieron en fila, silenciosos. La puerta se cerró despacio.

Elías se puso de pie, sin apartar los ojos de Ana Sofía.

—Este proyecto lo llevabas tú desde el principio. Te corresponde responder.

—Señor Ortega, a la mitad del camino usted se lo entregó a Irene sin consultarme. ¿Se acordó de mí cuando repartieron los bonos? Ahora que se incendia la cosa, ¿quiere que cubra a otro? No se vale usar a la gente y luego patear la escalera.

Elías vaciló un segundo. Conocía de sobra la competencia de ella. Pero pensó en Irene, recién llegada, torpe aún en procesos; ¿cómo pudo tener el corazón de dejar que ella cargara con una responsabilidad tan grande?

“Que le sirva de lección —se dijo—. La próxima lo hará mejor.”

—Irene todavía no domina el negocio. No puede cargar con esto.

—¡Mierda! Qué conveniente: quedar bien y, de paso, lavarte las manos —escapó por fin la furia de Ana Sofía.

—¿Qué estás diciendo? —Elías abrió los ojos, atónito. No era la mujer dócil y discreta de siempre.

—¿Quieres que lo diga completo? Sabes de quién fue el error y aun así pretendes colgármelo. ¿Qué, se te ventiló el cerebro anoche con la brisa del yate?

—Ana Sofía, sé que siempre me malinterpretas con Eli. Si vas a estar más tranquila con mi salida, renuncio hoy mismo.

Irene giró hacia Elías con los ojos húmedos, se aferró al brazo de él, voz temblorosa:

—Eli, es mi culpa. Despídeme si eso la hace feliz.

Ana Sofía rodó los ojos. “¡Qué actriz!”
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