Soraya sintió como si la hubieran arrojado de cabeza al mar: el agua la envolvía, le inundaba los ojos, los oídos, la nariz, la boca… Una presión insoportable la aplastaba, tanto que hasta los ojos le dolían.Nunca una madre había tomado como un triunfo personal el burlarse y humillar a su propia hija. Pero Lucinda lo estaba haciendo.Parecía querer hundirla, reducirla a nada, arrancarle hasta el último vestigio de dignidad.La desesperación arrastraba a Soraya cada vez más hondo, hasta que ya no pudo respirar.Y entonces, en medio de ese abismo oscuro, apareció en su mente Ezequiel.Una luz atravesó las profundidades, iluminando su rostro con un resplandor cálido.Las palabras que él le había dicho una vez resonaron en sus oídos, claras como un trueno.—Tienes que aprender a rebelarte, a mostrar tus propias espinas.Ese recuerdo la sacudió. Y, de pronto, un coraje inmenso se encendió en su pecho.De un tirón, Soraya se soltó del agarre de Lucinda.—¡Sí, soy una desvergonzada! ¡Sí, me
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