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CAPÍTULO 3

Author: Daniel Montes
Entre la penumbra, los recuerdos dolorosos de mi vida pasada se agolparon en mi mente.

Después de la boda, Diego Ramírez nunca volvió a vivir conmigo.

Se compró una villa en las afueras y la llenó con fotos de Moira.

Durante todo mi embarazo, estuve siempre sola.

Hasta el día del parto, cuando caí en un parto difícil.

Él apenas apareció unos minutos, con un rostro helado.

Incluso cuando la enfermera, sonriente, le acercó al bebé envuelto en mantas, él lo apartó con brusquedad y soltó con frialdad:

—Quítalo de mi vista. Me da asco.

Mis padres, que me cuidaban junto a la cama, se enfurecieron y lo insultaron sin contenerse.

Diego escuchó todo en silencio, sin replicar.

Cuando al fin ellos se cansaron de gritar, él soltó una risa siniestra:

—Disfruten estos días de calma… no les queda mucho.

Yo estaba tan débil por el dolor que ni siquiera tuve fuerzas de pensar en lo que quería decir.

Un mes después, aún sin recuperarme del posparto, vi en las noticias los cuerpos destrozados de mis padres tras caer desde lo alto.

Fue entonces cuando supe que Diego ya había llevado a la ruina a nuestro grupo familiar, hundiéndolo en deudas millonarias.

El precio para que me dejara con vida… fue la muerte de mis padres.

“Ustedes mataron al amor de mi vida. Ahora les toca probar a ustedes el mismo dolor.” Eso fue lo que dijo.

En aquel entonces pensé en morir.

Pero, al mirar a mi hijo en la cuna, tan pequeño y frágil, cedí.

Sí, aún tenía a mi hijo.

Era mi único lazo en este mundo.

Me mordí los labios y lo crié con todas mis fuerzas, fingiendo ignorar la verdad sobre la muerte de mis padres.

Me convencí: nadie, por cruel que sea, dañaría a su propio hijo.

Así que me esforcé en despertar en Diego el amor por él.

El niño era tan bueno, con esos grandes ojos como obsidianas, llenos de pureza.

Cada vez que Diego aparecía, él corría tambaleándose hacia él, murmurando con voz suave:

“Papá… abrázame…”

A veces, cuando Diego estaba de buen humor, lo levantaba unos segundos.

En esos momentos yo llegué a soñar: aunque un día quisiera verme muerta, mientras amara a nuestro hijo, yo no tendría nada que reprocharle a la vida.

Pero subestimé lo que Carmen significaba para él.

Cuando el niño tenía dos años, cayó con fiebre en medio de una tormenta que azotaba toda la ciudad.

Le supliqué a Diego que lo llevara al hospital.

Él solo me respondió con frialdad:

—Que se muera, no importa.

Ese día, mi última esperanza se extinguió.

Ya no volví a esperar amor de él.

Me mudé con mi hijo fuera de la mansión, buscando una vida discreta.

Mientras veía su empresa tecnológica crecer hasta cotizar en bolsa, yo pasaba los días en el parque con mi hijo de tres años.

Era una vida sencilla y feliz.

Pero nunca imaginé que él jamás pensó en dejarnos en paz.

El día del tercer cumpleaños del niño, de pronto nos invitó a celebrar.

Nos llevó, precisamente, a la playa que más le ilusionaba visitar.

Al final, mientras miraba el pequeño cuerpo de mi hijo, inerte y sin más fuerzas para luchar, la oscuridad se cerraba sobre mí.

Antes de perder la conciencia, escuché la voz del investigador en el teléfono:

—Señor Ramírez, el experimento fue un éxito. ¡La señorita Carmen ha vuelto a la vida!

Y comprendí, demasiado tarde, que Diego nunca nos amó.

Al regresar a esta nueva vida, lo único que quiero… es que nos dejemos ir de una vez por todas.
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