Renacer en el Palacio: La Venganza de Carmen

El murmullo de la fiesta, el bullicio de la gente, se colaba desde el salón de bodas. Apenas escuché la voz de Diego, me desperté de golpe: ¡había vuelto a nacer!

Apreté los puños con fuerza, el corazón me latía a mil por hora. Si el destino me estaba dando una segunda oportunidad, no iba a dejarla escapar.

La sangre derramada de la familia Pimentel no iba a ser en vano. Yo tenía que sobrevivir. Y la deuda de sangre de mi vida pasada... Diego la iba a pagar con la suya.

Él me tomó de la mano y me guió hacia el salón. La corona que llevaba brillaba, reflejando la luz y resaltando el maquillaje que me habían puesto. Juana, mi doncella, me sujetaba del brazo. Aprovechando lo cerca que estábamos, le susurré algo al oído.

Juana me echó un vistazo rápido, asintió y se fue sin hacer ruido.

Ella era una espía de la familia Pimentel, una guardia personal disfrazada de sirvienta. Con ella a mi lado, sentía que todo estaba bajo control.

Era la noche de la boda entre el príncipe heredero y la hija del conde. Prácticamente toda la nobleza del reino se había dado cita, acompañada de sus familias.

El salón estaba a reventar. El sacerdote, con voz fuerte y clara, proclamó:

—Que Dios y la luz santa sean testigos de su matrimonio. Que vivan siempre juntos, unidos.

De repente, la doncella de María irrumpió en la sala, tambaleándose de miedo, y gritó desesperada:

—¡Su Alteza, María se ha ahorcado!

Las lágrimas le corrían por la cara mientras caía de rodillas.

—¡María creció junto a usted! ¡Por favor, haga algo!

Diego, que justo había levantado la mano para alzar mi velo, se quedó tieso, la mano desplomándose.

—¿Cómo pudo hacer esto? Le prometí que, después de casarme, le daría un lugar... —se interrumpió al darse cuenta de lo que acababa de decir, y rápidamente guardó silencio.

Diego se dio la vuelta para salir corriendo, pero la alfombra roja lo hizo tropezar. Fue entonces cuando cayó en cuenta: ¡estaba en su propia boda!

Los nobles que habían venido a felicitarlo estaban todos allí, y si él se iba, al día siguiente lo criticarían por imprudente y por no tener dignidad.

Así que se frenó, se detuvo, y me miró:

—Carmen, tengo que ir a ver a María. La boda puede esperar. Esto ya está decidido, no hay necesidad de apurarse.

Una lágrima se asomó a mis ojos. Miré al suelo, y con voz baja, llena de reproche, respondí:

—Su Alteza, esta es una situación de vida o muerte. ¿Por qué no me deja ir con usted?

Diego sonrió con alivio.

—Está bien.

Estábamos a punto de terminar nuestros votos, a nada de sellar nuestra unión, y de repente lo dejamos todo para ir a preocuparnos por la hija de una sirvienta... Era absurdo, no tenía ni pies ni cabeza.

La multitud que nos seguía murmuraba, todos sorprendidos.

En el patio, María yacía en el suelo, rodeada de sogas, con un vestido de novia blanco. Al ver entrar a Diego, se lanzó hacia él, llorando desconsolada.

—¡Su Alteza! ¡No fue a propósito! Yo solo quería estar cerca de usted. Sé que vengo de una familia muy humilde y que jamás podría ser su esposa legítima, pero... yo solo quería ser su novia, aunque fuera por un rato. ¡No le pido un título! Solo quería vivir este momento, este sueño. Sabe que desde chiquita mi mayor ilusión siempre fue casarme con usted.

María se aferró a él, desesperada:

—Quiero seguir en este sueño, no me quiero despertar. En mi sueño, soy su esposa, casada ante los ojos de Dios. Con un instante, con eso me conformo.

Diego la abrazó con fuerza, visiblemente conmovido, y con ternura le dijo:

—¡Qué muchacha tan tonta eres! Te lo prometí, ¿no? Después de esta boda, te voy a dar tu lugar, te lo juro. ¿Por qué haces esto? Si algo te llega a pasar, ¿qué voy a hacer yo sin ti?