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Capítulo 2

Author: Mangonel
La pregunta me agarró tan desprevenido que por un momento me quedé mudo.

—Es un tumor que tengo en la pierna —improvisé lo primero que se me vino a la mente—. Tú aguántate tantito y concéntrate en manejar.

Cuando Lucía se acomodó bien, puse mis manos sobre las suyas para guiar el volante y empecé a instruirla con paciencia.

—Agarra firme el volante y no quites la mirada del frente. Pie izquierdo al embrague, derecho al freno. Ve soltando el embrague despacito hasta que sientas que el auto quiere avanzar.

Esta vez Lucía lo hizo con muchísimo cuidado; ya la habían reprobado cuatro veces y le daba pánico volver a fallar.

Cuando el embrague llegó al punto de corte, el auto empezó a vibrar con fuerza.

Lucía se sacudía intensamente sobre mis piernas y esa fricción rítmica se sentía increíble. Sus glúteos suaves rebotaban contra mí. Sentí un cosquilleo recorrer todo mi cuerpo, como si cada poro se abriera para disfrutar con avaricia de su suavidad.

Por puro instinto, llevé las manos a su cintura, simulando la posición que mi mente ya estaba imaginando; la idea me excitaba todavía más.

El cuerpo de Lucía parecía estar reaccionando también. Su temperatura subió y se puso tan flojita como si se estuviera derritiendo.

No pudo mantener la tensión, se le resbaló el pie y soltó el embrague. El motor se apagó con una sacudida.

El auto dio un jalón brusco. Lucía rebotó en el asiento y cayó de sentón sobre mi entrepierna.

¡Uf!

El impacto hizo que la sangre me hirviera; sentí una descarga eléctrica recorriéndome cada célula.

Lucía dejó escapar un gemido suave.

Era la primera vez que sentía algo tan duro presionándola ahí abajo. Parecía que acababa de descubrir un mundo nuevo.

Pero le daba pena admitirlo. Lo único que hizo fue apretar las piernas y quedarse quieta sobre mí, sintiendo el bulto.

—Profe, perdón, no fue a propósito... no quería que se apagara el auto —dijo con una voz muy bajita—. Es que... no sé por qué, pero sentí algo extraño ahí abajo y me quedé sin fuerzas.

Creyó que mencionar esa zona no llamaría mi atención. La presioné más contra mí, asegurándome de que el contacto fuera total.

—No te preocupes, yo no te estoy regañando. Vuelve a prenderlo e inténtalo otra vez.

Lucía se estiró para girar la llave. No pude resistirme más: aproveché el movimiento para bajarme el cierre del pantalón y sacar el asunto.

Cuando volvió a sentarse, la sensación fue mucho más intensa. A través de la tela delgada de sus medias, podía sentir su calor corporal, tibio y extremadamente placentero.

Lucía se quedó pasmada un segundo y su cara se puso todavía más roja.

—Oiga, Profe... su tumor está caliente —dijo, muerta de vergüenza.

Yo estaba eufórico. Le agarré las manos y le dije:

—Esta vez te voy a agarrar la mano yo, tú nada más obedéceme y déjate llevar.

Asintió. Volvió a encender el auto y buscó el punto de corte del embrague.

La vibración del motor hizo que el contacto fuera mucho más obvio. Sentí cómo me hundía en un espacio más profundo y suave.

Incluso a través de las medias, noté una humedad tibia que empezaba a brotar.

Lucía tensó todo el cuerpo, luchando contra la sensación que la dominaba para que no le temblaran las piernas. El auto avanzó. Yo guiaba sus manos para mover el volante, enseñándole cada movimiento.

—Acuérdate de las marcas para la reversa, pon las direccionales al dar vuelta, y hazlo despacio cuando te estaciones en paralelo.

Con cada giro del volante, sentía que entraba un poco más, la presión alrededor era cada vez mejor.

Al principio, Lucía lograba resistir las ganas y trataba de manejar en serio.

Pero poco a poco, se fue poniendo más caliente y más blandita.

Ya ni siquiera tenía fuerza para pisar el freno. Estaba inclinada sobre mí, y de su garganta salían unos quejidos constantes.

De vez en cuando, su cuerpo tenía espasmos ligeros.

—Profe... yo... siento mucha ansiedad ahí, ya no tengo fuerzas...

Frené el auto y lo puse en neutral. La levanté y la recargué sobre el volante.

Quedó inclinada hacia adelante, con las caderas levantadas hacia mí. A través de las medias blancas, podía adivinar lo que había debajo.

Volteó a verme con miedo y como esperando algo más.

—Profe, es que... siento mucha comezón, es desesperante...

Miré la tela humedecida de sus medias.

—Como tu instructor, te garantizo que vas a pasar este examen. Si tienes algún problema, dímelo y yo te ayudo a resolverlo.

Tragué saliva sin poder evitarlo mientras mi mano tocaba su cintura brevemente.

Se fue bajando las medias despacio, con esa timidez típica de una jovencita.

Sus caderas quedaron expuestas frente a mis ojos, piel blanca y suave.

—¿Por qué tienes la cara tan roja? —pregunté, con el corazón latiéndome a mil por hora.

Me contestó con voz suave y las mejillas encendidas:

—Profe... siento algo muy extraño aquí abajo, ¿me puede ayudar?
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