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Capítulo 3

Author: Cici
A los pocos días, Beatriz salió del hospital.

Había visto en internet un departamento que le gustaba, el alquiler costaba cinco mil dólares y debía pagarse por año.

Cuando fue al cajero a sacar dinero, descubrió que en su cuenta apenas quedaban unos cuantos cientos.

Raquel no pudo contener la rabia y soltó una sarta de maldiciones.

—¡Simón! ¡El hombre más rico de Ciudad Mar! ¡Con miles de millones en el banco! ¡Maldito tacaño con su propia esposa!

—¡Se gasta miles de millones en su amante! Que si pujas públicas, que si donaciones para quedar bien... ¡Hasta a un mendigo en la calle le da dinero, pero a su esposa la trata peor que a un extraño!

—Bea, ¿cómo has podido vivir así estos años?

Beatriz sintió una punzada amarga en el pecho.

Seguramente Simón la odiaba a muerte.

Cuatro años atrás, la Doña Herrera la había invitado a la mansión de la familia.

Esa noche cayó un aguacero y Beatriz no pudo regresar a casa, así que la Doña Herrera le asignó una habitación justo al lado del cuarto de Simón.

Él había salido a una cena de negocios, y alguien le había puesto algo en la bebida.

Pasada la medianoche, regresó borracho, confundido, y entró en la habitación equivocada, aquella noche, tuvieron relación.

La Doña Herrera, que desde hacía tiempo planeaba unirlos, al verlos a la mañana siguiente en la misma cama, aprovechó la situación y lo obligó a casarse con ella.

Desde entonces, Simón vivió con el resentimiento de creer que Beatriz había planeado todo para entrar en la familia Herrera.

Y, fiel a su carácter orgulloso, la castigó a su manera.

Beatriz recordó cómo cada vez que Doña Jiménez le entregaba dinero para sus gastos, no perdía oportunidad para humillarla:

—¿En qué gastas tanto si no cocinas ni pagas servicios? ¡El señor es muy generoso dándote unos cientos al mes!

Pero Beatriz nunca había sido una mujer materialista.

Mientras pudiera estar junto a Simón, eso le bastaba.

Nunca pensó que hubiera algo mal en esa vida.

Ahora lo veía claro, había sido una Señora Herrera demasiado ingenua y humillada.

Guardó la tarjeta y, al hacerlo, encontró otra vieja en el compartimiento de la cartera, la que usaba cuando estaba en la universidad.

Ahí estaban sus becas y los premios de los concursos en los que había participado.

Quizá, pensó, con eso podría cubrir el alquiler.

Metió la tarjeta en el cajero y, para su sorpresa, la pantalla mostró una larga fila de números.

Raquel se quedó mirando, boquiabierta.

—¡No puede ser! ¿Está fallando la máquina o qué?

—Diez, cien, diez mil, cien mil... ¡Millones! —contó despacio, y luego gritó—. ¡Bea, aquí hay más de un millón!

Beatriz también se sorprendió.

Revisó los movimientos y descubrió que una empresa farmacéutica le había estado depositando dividendos mensuales por una patente suya, con entradas de varios cientos de miles de dólares al mes.

En sus años de estudio había trabajado con su tutor en una investigación médica y desarrollado un medicamento innovador, con patente registrada a su nombre.

El logro fue tan grande que incluso le ofrecieron una beca para hacer el doctorado en el extranjero.

Pero en ese entonces, solo pensaba en casarse con Simón.

Rechazó la oferta, entregó todos sus derechos al tutor y se dedicó a preparar la boda.

Él intentó hacerla cambiar de opinión, pero fue inútil.

Al final, resignado, le pidió su número de cuenta y no volvió a aparecer, ni siquiera en la ceremonia.

Hasta ese momento, Beatriz no había sabido que las ganancias de aquella patente seguían depositándosele cada mes.

Cuando Raquel supo de dónde provenía el dinero, la miró con admiración sincera.

—Bea, eres una genia. ¡Un proyecto universitario y terminas ganando tanto! ¡Eres increíble!

Beatriz se quedó con la mente en blanco.

Después de tantos años siendo la Señora Herrera, casi había olvidado de que era aquella prodigiosa estudiante que, con solo quince años, había entrado a la mejor facultad de medicina del país. Y a los veinte, había desarrollado un medicamento revolucionario que sacudió toda la industria farmacéutica.

Perdida en sus pensamientos, sonó su celular, era la agente inmobiliaria.

—Señorita Salazar, ¿todavía desea alquilar el departamento?

—Ya no —respondió Beatriz.

—Pregúntale al dueño si la vende. Quiero comprarla.

—¡Enseguida lo llamo!

Esa misma tarde, firmó el contrato de compra, hizo la transferencia y se mudó a su nuevo hogar.

Raquel la ayudó a arreglar el lugar y hasta organizaron una pequeña celebración.

—Bea, felicidades por librarte de ese infeliz de los Herrera. De ahora en adelante, tu vida solo puede ir para arriba.

Esa noche, cuando estaba a punto de acostarse, sonó el celular.

Era Don Juan, el antiguo chofer de su padre.

Si él llamaba a esas horas, era porque algo grave había ocurrido.

Beatriz contestó.

—Don Juan.

—Señorita, la muerte del señor y la señora Salazar, tal vez no fue un accidente. Los asesinaron.

Las pupilas de Beatriz se dilataron.

—Don Juan, ¿descubrió algo? ¿Qué le pasó realmente a mis padres? ¿Quién los asesinaron?

—Fue su tío, Fernando. No tengo pruebas directas aún, ¡pero estoy seguro de que la muerte de sus padres está relacionada con él!

Fernando...

Beatriz se desplomó sobre la cama.

Desde que ellos murieron, el único beneficiado había sido Fernando y su familia.

Se habían quedado con todo lo que sus padres habían construido en veinte años.

Siempre creyó que solo los había movido la avaricia.

Nunca imaginó, ¡que fueran capaces de matarlos por dinero!

Esa noche no pudo dormir.

Cada vez que cerraba los ojos, veía la escena del accidente.

Despertó sobresaltada, respirando con dificultad.

Tenía que descubrir la verdad. ¡Tenía que hacerlos pagar!

A la mañana siguiente, Raquel pasó por ella para salir de compras.

—Bea, tienes una cara terrible, ¿no dormiste bien?

—Creo que fue porque me cambié de cama, y todavía no me acostumbro.

Raquel le puso un poco de labial.

—Ahí está, mucho mejor. Vamos, con lo guapa que eres y ese cuerpazo, no comprar ropa nueva sería un pecado.

Fueron al centro comercial más lujoso de Ciudad Mar.

Beatriz se enamoró de un vestido largo, plateado y con los hombros descubiertos.

—Señorita, tiene excelente gusto —dijo la vendedora—. Es un modelo de pasarela, edición limitada. Solo tenemos uno.

Beatriz iba a tomarlo, pero otra mano se adelantó y sujetó la tela del otro lado.

—Me gusta este —dijo una voz femenina—. Empáquelo, por favor.

Beatriz volteó y vio un rostro familiar.

La mujer, con maquillaje impecable y ropa de diseñador, era Cecilia Salazar, la hija de su tío.

Esa misma que había vivido en la casa de sus padres y la había humillado tantas veces.

Y después de la llamada de Don Juan, verla ahora solo le encendió el odio.

—Yo lo vi primero. ¡Suéltalo! —dijo Beatriz con frialdad.

Cecilia la reconoció y arqueó una ceja, mirándola con burla.

—Ese vestido cuesta veintiocho mil. Beatriz, ¿segura que puedes pagarlo?

—¿Y a ti qué te importa? —intervino Raquel, arrebatando el vestido—. Bea, pruébatelo.

Beatriz se dirigía al probador cuando una mano firme la tomó del brazo.

Una voz grave sonó sobre su cabeza, autoritaria y gélida.

—Dáselo a Cecilia. Puedes elegir cualquier otro como compensación.

Beatriz alzó la vista y se quedó helada.

El hombre de pie junto a Cecilia, el mismo que le pedía cederle el vestido a la hija de su enemigo, era su esposo... Simón.
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