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Diez años de amor ciego, mejor un despertar
Diez años de amor ciego, mejor un despertar
Auteur: Tulipán

Capítulo 1

Auteur: Tulipán
En Bahía Sur todo el mundo sabía que Fernando Romero tenía muchas chicas que se le arrastraban; y que la más insistente era Luisa Benítez.

En su otra vida, Luisa había sido elegida en aquella gala, pero el día de la boda Fernando la dejó plantada. Más tarde, alguien le desfiguró el rostro y murió de vergüenza y rabia.

Por eso, al volver a vivir, lo primero que hizo fue intercambiar su tarjeta numerada con la de Lucía Benítez.

Fernando miró la tarjeta con el número de Lucía sin ocultar la alegría. Caminó rápido hasta ella y le besó la mano.

—Lucía, ¿quieres casarte conmigo? Serás la única de mi vida.

Lucía asintió, tímida. Los aplausos y vítores estallaron de inmediato.

Luisa estaba de pie a su lado, con el rostro sereno, mirando las manos entrelazadas de ambos.

Fernando se volvió hacia Luisa y, con él, todas las miradas.

Hizo una pausa; en los ojos se le asomó un dejo de culpa, pero siguió sujetando fuerte la mano de Lucía.

—Luisa, tú has sido como mi hermana desde niños.

—Tranquila. Aunque no seas mi esposa, voy a seguir cuidándote como antes, como a una hermanita.

—Pero Lucía es el amor de mi vida. Ustedes son hermanas: de ahora en adelante, trátala como tu cuñada y cuídala por mí, ¿sí?

El murmullo del salón fue apagándose. Varias miradas curiosas —y otras nada amables— se posaron en Luisa.

En Bahía Sur era vox populi que Luisa estaba enamorada de Fernando; que, aun sabiendo que a él le gustaba su “hermana”, se empeñaba en seguirlo sin pudor.

A más de uno se le dibujó una sonrisa burlona.

Luisa parecía inmutable; solo tenía el puño cerrado, con marcas rojizas en la palma.

El hombre frente a ella seguía siendo tan apuesto como siempre; incluso esa ternura en su cara era la más familiar para Luisa… solo que, ahora, toda esa ternura estaba dedicada a Lucía.

—Señor Romero, no diga tonterías. Les deseo, de antemano, felicidades y una vida larga juntos —dijo Luisa con una sonrisa leve, toda contención y cortesía.

Fernando parpadeó. La euforia de haber conseguido a su amada se le desinfló poco a poco; frunció el ceño. Antes de que hablara, a Lucía se le humedecieron los ojos.

—Hermana… yo sé que siempre te gustó Fer. Perdóname… te quité al hombre que querías…

—Lo siento, de verdad. Estos años siempre te dejé todo, pero a Fer no. Lo amo tanto… ojalá puedas perdonarme…

—Lucía —Fernando se apuró a consolarla—, yo solo te amo a ti. ¿Para qué le pides perdón?

Y, mirando a Luisa con reproche, agregó:

—Ya. Dile “cuñada” y asunto arreglado.

Pasó medio minuto. Nadie respondió.

El tono de Fernando se endureció.

—¡Luisa! Compórtate. La aceptes o no, Lucía será tu cuñada. No seas caprichosa.

La frase, seca como una bofetada, le ardió a Luisa en la cara.

Alrededor crecieron los cuchicheos.

—¿Ella es la que se le arrastra a Romero desde niña? Y él está con la hermana…

—¡Y bien que lo sabía! Aun así, iba a meter cizaña. Le gustó hacer de “la otra”.

—¿Quitarle el novio a tu hermana? Qué descaro. Con esa cara y todo… ¿tanta desesperación por casarse?

Luisa se puso pálida y sostuvo la mirada implacable de Fernando.

Para proteger a la mujer que amaba, pisoteaba sin pudor la dignidad de otra.

A Luisa se le curvó la boca en una media sonrisa amarga.

Ese era el hombre al que le había entregado todo el corazón durante más de diez años: fiel, sí; solo que… no a ella.

—Cuñada, fui una tonta. No me lo tomes en cuenta —dijo con calma.

Lucía se quedó helada. Esperaba que su orgullosa hermana la insultara en público para poder victimizarse y ganarse a Fernando. Pero…

Fernando relajó el entrecejo e incluso le despeinó el pelo a Luisa.

—Así me gusta. Entre hermanas, todo se aclara hablando.

—Arréglate bien. En unas semanas habrá boda y vas a ser la dama de honor.

Luisa tuvo que hacer fuerza para no apartar la mano que le pesó sobre la cabeza.

La escena terminó. Los invitados rodearon a Fernando y a Lucía con felicitaciones y halagos.

Luisa aprovechó un hueco y salió del salón sin hacer ruido.

En la sala de estar de la casa de los Romero la esperaba Pilar Ramírez, la madre de Fernando.

—¿Luisa? ¿Tan temprano de vuelta?

A Luisa se le apretó la garganta ante la sorpresa genuina de Pilar.

—Tía Pilar… Fernando no me eligió.

—¿Qué? ¿Cómo? Si desde chicos tú y Fer eran uña y carne. ¡Si él mismo dijo que, cuando creciera, se casaría contigo! Seguro alguna oportunista le nubló la mente. Espera, voy a llamarlo…

Luisa le sujetó la mano, con una sonrisa triste.

—Cosas de cuando uno es niño… no cuentan.

Se le juntó la amargura en los ojos. A Pilar se le encogió el corazón; la abrazó, dándole palmaditas en la espalda.

En ese abrazo tibio y conocido, a Luisa se le desbordó el llanto.

Aún tenía viva la escena del final de su vida anterior. En esta, lo único que quería era alejarse de Fernando y de Lucía, y vivir en paz.

—Lo dijo él mismo: su única amada es Lucía, no yo.

—Antes lo quise, sí. Pero ya entendí: lo que no nace del corazón no funciona.

Pilar se quedó sin argumentos. Luisa se secó las lágrimas y, aun así, le sonrió.

—No se preocupe: la voy a visitar seguido. Estos años usted me cuidó como a una hija.

Después de unas palabras más, Luisa salió de la casa.

Solo entonces vio tres mensajes en su celular: eran de Alejandro Rivas, el nuevo presidente del Grupo Rivas en Santa Aurora, el prometido que su padre le había elegido antes de caer en coma.

“Me alegra que haya decidido cumplir el compromiso, señorita Benítez.”

“En una semana enviaré a alguien a buscarla a Bahía Sur. Puede ir preparando lo necesario.”

“Además, preparé un obsequio. Se lo entregarán en persona.”
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