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Capítulo 4

Penulis: Palomita
Aunque yo no podía olerlo, por la expresión de José, sentí que el hedor era insoportablemente penetrante.

La habitación, sin ventanas abiertas, estaba saturada de pestilencia, por lo que, cuando abrió la puerta, el olor lo golpeó con tal fuerza que su rostro se llenó de espanto y apenas podía mantener los ojos abiertos.

—¿Por qué huele tan mal...? María, ¿qué truco estás intentando? ¡No me engañarás!

«Sí, ¿por qué huele tan mal?», pensé.

Solo era mi cadáver invadido por larvas de moscas, bichos reproduciéndose por montones, mientras emanaba el hedor de la putrefacción.

«¿Apenas entras y ya no lo soportas?», me burlé. «Cuando abras la vaporera y veas en qué estado me encuentro, ¿cuál será tu reacción?»

Aunque José intentaba sonar valiente, su mano tembló al encender la luz.

En el momento en que la habitación iluminó, quedó paralizado ante la escena.

En el centro de la habitación estaba la vaporera de media altura. El fuego debajo se había extinguido hacía tiempo, dando la sensación de muerte absoluta.

Alrededor de la vaporera, se congregaban miles de moscas, que volaban en círculos como si celebraran un gran banquete.

Sobre la vaporera, los gusanos blancos se apretujaban formando una masa pálida y ondulante. Criaturas tan diminutas, capaces de crear un mar blancuzco.

—¡María, ven aquí ahora mismo!

José permanecía inmóvil, sin atreverse a dar un paso más.

Me dieron ganas de reír, mientras pensaba:

«José, tú mismo me encerraste en esta vaporera, incluso asegurándola con tres cerraduras para evitar mi escape, ¿cómo podría salir? Solo en forma de espíritu, supongo».

—María, estoy siendo misericordioso al liberarte. Si no quieres seguir encerrada aquí, ¡sal ahora mismo!

Al ver que no respondía, José pareció sentirse humillado. Tragó saliva y, fingiendo calma, se acercó a la vaporera.

Con un golpe violento, la pateó, logrando que las moscas, asustadas, revolotearan en todas direcciones, mientras los gusanos caían al suelo.

—Para engañarme has creado estas cosas repugnantes, tan sucias como tú —dijo José con una sonrisa despectiva, dándole otra patada a la vaporera—. Sal de una vez, firma los papeles del divorcio y terminaremos con esto.

Los candados de la vaporera chocaron entre sí produciendo un sonido sordo. José pareció recordar lo que había hecho y exclamó:

—¿No dices nada porque esperas que te libere con mis propias manos? —Su rostro mostró disgusto de nuevo, antes de añadir—: María, ¡qué dramática eres! Luciana fue quemada por ti con agua caliente y no te culpó. ¿Solo unos días en la vaporera y ya estás haciéndote la víctima?

*

El día en que Luciana había sufrido la famosa quemadura, yo estaba en casa cuando José la había llevado a casa con total descaro.

Ella, tomada de su brazo, me sonrió, mientras decía:

—Encantada de conocerte. Soy una buena amiga de José. Nos conocemos desde hace muchos años, supongo que no te importará.

En realidad, no era la primera vez que la veía. La había visto muchas veces en el álbum de fotos de José. Pero no podía mostrarlo ante ella, aunque estaba molesta.

Así que, con el pretexto de servir té, me dirigí a la cocina para alejarme de ellos y calmarme.

Pero Luciana me siguió. Su rostro ya no mostraba amabilidad, sino una expresión maliciosa.

—María, no creas que por estar con José ahora yo no tengo oportunidad —me dijo, altanera—. Soy su primer amor. Entiendes el poder que me da eso... ¿verdad?

Frunciendo el ceño, la miré, y retrocedí un par de pasos, de manera instintiva, para alejarme de ella.

Mi instinto me decía que nada bueno saldría de aquello.

Y, efectivamente, al ver mi reacción, Luciana esbozó una sonrisa de satisfacción. Acto seguido, agarró la tetera con agua hirviendo y ¡se la derramó sobre su propia muñeca!

—¡Ahhh!

José, al oír el grito, corrió desde la sala solo para encontrar a Luciana con una expresión de dolor y su muñeca enrojecida. Y, frente a ella, estaba yo, ilesa, con la tetera humeando a mi lado.

Sin embargo, por más que intenté explicar, José insistió en que yo había quemado a Luciana de manera intencional.

Rápidamente, la llevó al hospital para tratar la herida, mientras yo esperaba angustiada en el sofá.

Cuando regresó, no solo la trajo de regreso, sino también esa vaporera de media altura.

Sin escuchar ninguna de mis explicaciones, me metió en la vaporera a la fuerza y, temiendo que no aprendiera la lección, incluso puso agua hirviendo debajo.

Las gotas salpicaban mi piel, haciendo que retorciera mi rostro de dolor, mientras él parecía muy satisfecho.

—¡Pagarás el sufrimiento de Luciana, multiplicado por mil!

*

Flotaba a su lado mientras veía a José con las llaves en la mano, queriendo abrir los candados, pero dudando.

Era comprensible. Cualquier persona normal al ver un solo gusano limpiaría toda la casa a fondo, más aún José con su obsesión por la limpieza.

Como si hubiera tomado una gran decisión, escogió una parte con menos gusanos y levantó la tapa con fuerza, mientras exclamaba:

—¡María, veamos qué estás tramando!

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