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Capítulo 2

Author: Gala Montero
Encontré la grabación y revisé el último mes.

Como era de esperarse, descubrí que Roberto había salido con Sabrina en múltiples ocasiones, incluso mencionando ir a un hotel. Hasta escuché los sonidos de su encuentro íntimo en el coche.

—Robert, ¿estás seguro de esto? —preguntaba ella, con voz dulce, melodiosa.

Decían que había empezado a salir con ella precisamente por lo encantadora que era su voz.

—Claro que sí, ¿o qué, no te gusta? Después de tantos años lejos, ¿no me extrañaste?

—Claro que te extrañé… Mmm, Robert, qué rico lo haces.

—Y eso no es nada, espera a ver lo que sigue.

Al escuchar eso, no soporté más. Bajé corriendo del coche y empecé a vomitar sin control.

Quién iba a decir que había amado a un hombre así durante siete años. ¡Siete largos años!

En ese instante, la sed de venganza se encendió en mi interior con una furia incontenible.

***

Los sucesos de mi vida anterior seguían grabados a fuego en mi memoria.

Cuando le dije a Roberto que Sabrina tenía VIH, se enfureció, me gritó y se marchó. Después de eso, no volvió a casa ni me contactó. Solo por sus historias en Instagram supe que ambas pasaban todo el tiempo juntos. Incluso, Sabrina compartía en redes la rutina de una futura mamá.

¡Se veían increíblemente felices!

Pero mi situación era desastrosa. Poco después, un paciente al que había operado exitosamente de apendicitis falleció de repente. El caso causó un revuelo enorme en internet. Todos decía que había muerto por mi negligencia. Incluso, sus familiares acudieron al hospital para armar un escándalo.

Por esto, me suspendieron y abrieron una investigación.

Durante la autopsia, el forense encontró unas tijeras quirúrgicas en el abdomen del paciente.

Casualmente, las cámaras de seguridad del quirófano dejaron de funcionar en ese preciso momento.

El cirujano que me asistió, el anestesiólogo, los enfermeros, todos afirmaron que solo yo había tocado esas tijeras. Por lo que no hubo forma de que me defendiera, y terminaron condenándome.

Pero, por estar embarazada, la sentencia se pospondría hasta después del parto.

En ese momento, sentí que el mundo se me venía encima.

Poco después, Roberto fue a buscarme y me llevó a casa.

Ese día fue increíblemente atento conmigo; no solo me compró un pastel delicioso, sino que también me calentó leche antes de dormir.

—Anda, cariño, tómate la leche y duerme tranquila —susurró, con fingida ternura, mientras me estrechaba entre sus brazos—. Yo me encargo de todo.

Le creí y me bebí la leche. Pero, menos de veinte minutos después, comencé a sangrar.

Al ver esto, palidecí de terror y, aferrándome a su mano, le supliqué que me llevara al hospital. Pero lo único que logré fue que él me pateara el vientre con saña, una y otra vez, riéndose con malicia, mientras me decía:

—Fui yo quien pagó para que te acusaran de negligencia médica. ¿Sabes una cosa, Marina? Resulta que hay gente dispuesta a morir por centavos. Esa gente necesitada hace lo que sea por dinero. ¡Ja, ja, ja!

Estaba tan horrorizada que apenas podía procesarlo.

—Los compré a todos —continuó, tras soltar una carcajada burlona—. Y ahora tú te morirás. ¡Le puse pastillas abortivas a tu leche!

Diciendo esto, me dio otra patada brutal, más fuerte que las anteriores, y vi cómo la sangre brotaba de entre mis piernas a raudales.

En mi último aliento, lo oí decir:

—Por fin, dejarás de ser un impedimento para que Sabri y yo estemos juntos.

Jamás olvidaré el dolor y la desesperación de aquel momento.

***

Con los recuerdos frescos, copié el video de la cámara del carro en una memoria USB, tras lo cual contacté de inmediato con un abogado para demandar a Roberto

Exigiría que lo dejara sin un centavo por su infidelidad.

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