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Capítulo 2

Penulis: Luma Manal
Aun ahora, cada vez que lo recordaba, el cuerpo me temblaba por acto reflejo y los dientes me castañeteaban sin control.

Se escucharon pasos apresurados fuera de la habitación. Diego y Bruno entraron, uno tras otro, seguidos por Elsa.

Ella se detuvo al pie de la cama, con los ojos ligeramente enrojecidos.

—Señorita Santos, lo siento de verdad. Me pasé con la broma. Yo me haré cargo de todos los gastos médicos. Ojalá puedas perdonarme... y que no me guardes rencor.

Su voz sonaba suave, y su mirada, frágil. No parecía la misma mujer que había propuesto aquella apuesta macabra en el yate.

Un zumbido agudo me taladraba la cabeza, acompañado de un dolor punzante que me atravesaba el cráneo.

Cerré los ojos intentando contener el malestar, pero ese simple gesto fue tomado por Diego y Bruno como una muestra de resentimiento hacia Elsa.

Diego se acercó a la cama y me miró desde arriba, con esa misma calma de siempre. Ni siquiera haberme visto al borde de la muerte pareció afectarle en lo más mínimo.

Pero no siempre había sido así.

Cuando cumplí diez años, mi padre me llevó frente a un burdel. Me puso una rosa roja en las manos y me habló con una extraña dulzura:

—Clara, pon atención. Te irás con quien agarre esta flor, ¿entendiste?

No pregunté nada. Me quedé muda, atónita ante aquella repentina ternura.

Pero, como no respondía, perdió la paciencia y sacudió con fuerza mi cuerpo delgado.

Fue entonces que reaccioné... y volví a ver al hombre que en verdad conocía.

¿Cómo pude pensar, aunque fuera un segundo, que tenía algo de cariño para darme?

Solo sabía beber, apostar, y golpear a mi madre hasta matarla.

Ahora, cansado de mí, también quería deshacerse de su última carga.

Ya había visto a otras niñas con una rosa como la mía.

Sabía perfectamente lo que eso significaba: quien la tomara, se la llevaba. Y si nadie lo hacía... yo me quedaba en ese lugar espantoso.

La gente iba y venía frente a mí, y la flor seguía en mis manos, sin que nadie se acercara.

Mi padre empezó a enfurecerse. Me gritaba que no servía para nada, que era un estorbo.

—¡Maldita sea! ¡Debí haberte matado, mocosa de mierda!

Justo cuando empezaba a arrastrarme hacia esa puerta infernal, un chico tomó la rosa de mis manos. Con expresión serena, le hizo una seña a su guardaespaldas para que hablara con mi padre.

Vi cómo él aceptaba una gran suma de dinero y, humillado, nos despedía con una inclinación servil.

El chico me llevó a una casa enorme, donde me enseñaron a leer, a escribir y a comportarme.

Desde aquel día no volví a verlo... hasta tres años después, cuando dejé de ser una niña escuálida para convertirme en una joven con algo de gracia.

Cuando por fin lo volví a ver, su rostro seguía tan inexpresivo como siempre, pero, al verme, una chispa apenas visible se encendió en sus ojos.

Ese día supe que se llamaba Diego. Me pidió que lo llamara hermano.

Y eso hice. Durante diez años, lo llamé así. Durante diez años, lo seguí sin cuestionarlo.

Diego me prometió que me cuidaría siempre, que nadie volvería a hacerme daño.

Pero, ahora, de aquellas promesas no quedaba nada. Todo lo que un día me dio, hoy se lo entregaba a otra.

Incluso cuando estuve al borde de la muerte, lo único que pudo hacer fue defender a Elsa.

—Clara, Elsa bebió demasiado y perdió el control. No fue con mala intención. No le guardes rencor.

Lo dijo con su tono de siempre, esa calma suya que nunca cambiaba, y con la mirada firme, inamovible.

Mi garganta ardía de sequedad. Quería responder, pero no era capaz de pronunciar la más mínima palabra.

Diego me miraba con impaciencia. Su voz bajó un poco, resignada, cuando añadió:

—Clara, deja de hacer berrinches.

Así que, para él, todo mi sufrimiento no era más que una simple rabieta.

Me pellizqué el brazo con fuerza. El dolor físico, al menos, podía distraerme del otro, el que dolía por dentro. Ese truco también me lo había enseñado Diego.

Quise decirle que no era un berrinche, que tampoco estaba enojada. Solo quería hablar con él, aclarar lo que quedaba entre nosotros.

Pero el dolor en la garganta era tan punzante que me dejó muda.

Bruno, ya exasperado, perdió la poca culpa que aún le quedaba.

—Clara, ya basta de dramas. Elsa ya se disculpó, ¿qué te cuesta decir que todo está bien? ¿De verdad crees que eres tan especial como para no soportar una simple broma? Diego te consintió demasiado todos estos años, y al final solo aprendiste a ser una malcriada.

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