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Capítulo 04

Author: Chispa Viva
—No es que no te crea, es que conozco a Sofía desde hace dieciséis años y siete meses, y ella nunca ha dicho una mentira —dijo Julián, frunciendo el ceño, y, después de una pausa, decidió terminar con el asunto—. Yanet, hiciste llorar a Sofía, así que te toca consolarla.

Sofía, que había estado llorando en silencio, arrojó el anillo que tenía en la mano a la piscina, y gritó:

—¡Julián, el anillo que me regalaste se me cayó sin querer a la piscina!

Luego miró a Yanet, y, con una amplia sonrisa en sus labios rojos, lanzó una provocación:

—Listo. No es necesario que me consueles. Si recuperas el anillo, te perdono todo el daño que me hiciste.

Apenas empezaba el invierno, y el agua de la piscina estaba helada.

La herida de la cabeza de Yanet todavía no sanaba. Bajó la vista hacia Julián, que estaba sentado. Él tenía el ceño fruncido, los ojos ocultos bajo los párpados, los dedos largos tamborileando sobre la mesa, y la cabeza gacha, negándose siquiera a mirarla.

En este instante, Yanet sintió como si algo le atravesara el pecho. Un dolor profundo y pesado se le instaló en el alma.

De pronto, recordó lo que había ocurrido seis meses después de que le dijeran a Julián que no podía caminar. El abuelo Fuentes había ido al hospital a verlo, y, al saber que las posibilidades de recuperación eran mínimas, empezó a buscar otros herederos.

Esa misma noche, Julián desapareció del cuarto del hospital. Cuando Yanet logró encontrarlo, él estaba empujando su silla de ruedas hacia el mar embravecido, dejando que el agua helada le llegara hasta el pecho.

Yanet, alarmada, intentó convencerlo de que no lo hiciera, pero él la empujó con brusquedad, diciendo:

—No vengas a hacerte la que te preocupas por mí. Eres mi novia, no mi esposa. Si de verdad quieres cuidarme, ahí tienes un ventarrón y olas bien grandes. Lánzate a nadar, y a partir de hoy te haré caso en todo.

Yanet la miró paralizada. En realidad, quería decirle que no estaba fingiendo, que de verdad quería ser su esposa. Así que, aunque no sabía nadar, ni lo pensó, se dio la vuelta y se lanzó al mar.

Las olas eran enormes y el viento soplaba con fuerza. Pronto, fue arrastrada mar adentro y perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, lo primero que vio fueron sus ojos negros y preocupados de Julián, quien tenía el rostro sombrío y la mandíbula apretada.

—¡¿Por qué no me dijiste que no sabías nadar?! ¿Te volviste loca? ¿¡Cómo se te ocurre lanzarte al mar sin saber nadar!?

Ella lo miró, con voz ronca:

—Julián, aunque tus piernas no sanen nunca, yo todavía me quiero casar contigo. De verdad... te quiero más de lo que te imaginas…

Desde entonces, Julián nunca más la había llevado a la playa, e incluso había prohibido que llenaran la piscina de la casa.

A Yanet le había parecido extraño que la piscina estuviera vacía. Después de insistir, Julián accedió y permitió que los empleados la llenaran y le cambiaran el agua todos los días.

Pensando en esto, Yanet hizo una mueca, con el rostro inexpresivo:

—¿Quieres que saque el anillo? Muy bien, lo haré.

Sin quitarse siquiera el abrigo, se dio la vuelta y se arrojó a la piscina.

El agua helada le caló hasta los huesos, y el frío la hizo temblar de pies a cabeza.

Yanet se fue hundiendo poco a poco. Un miedo horrible se apoderó de ella, pero se mordió los labios y no pidió ayuda.

Pronto, un delgado hilo de sangre empezó a teñir el agua.

El mayordomo al lado gritó:

—¡Dios santo! ¡La señora está sangrando de la cabeza!

Julián se quitó el saco, se lanzó al agua y sacó a Yanet a toda prisa, y le gritó furioso:

—¡Ya basta! ¿Por qué eres tan obstinada? ¿No podías nomás darte la vuelta e irte?

Yanet levantó la cabeza, alcanzó el anillo de diamantes en el fondo de la piscina, y dijo con frialdad:

—¿No me dijiste que la consolara? Pues ahora que estoy así, tu «amor ideal» debe estar contenta, ¿no?

Julián frunció el ceño. Su rostro fino, de facciones elegantes, ahora tenía un gesto horriblemente sombrío:

—¿Cuántas veces te he dicho que de verdad solo veo a Sofía como una hermana? Los Quiroz no son cualquier cosa en Ciudad L. Si otros llegan a enterarse de lo que hiciste, ¿sabes lo que puede pasar? Hoy en día, la opinión pública no es tan fácil de callar. Te pedí que la consolaras, que se le bajara el enojo. ¿Acaso no lo hice todo por tu bien? —dijo Julián con un tono profundo, como si realmente todo fuera en beneficio de ella.

Pero al escucharlo, a Yanet le dio risa de pura rabia. Decía que la opinión de la gente no era fácil de silenciar… ¿Y cuando el heredero de los Fuentes quedó en silla de ruedas por correr a salvar a Sofía? Ese escándalo se borró como si nunca hubiera existido.

Sofía era un problema desde el colegio, una acosadora de los más débiles. Los Quiroz tenían una reputación terrible. Y, aun así, ¿no había salido siempre bien librada gracias a Julián?

Incluso lo del bebé de probeta, ¿no lo tenía bien guardadito en secreto?

Y ahora, aunque el secuestro de verdad hubiera sido culpa suya, le salía con que la opinión de la gente no era fácil de callar.

Al final, para Julián, ella nunca valdría tanto como Sofía.

Yanet no quiso decirle ni una palabra más. Se quitó el abrigo negro empapado y caminó hacia la sala.

No había dado muchos pasos cuando, tal vez por la pérdida de sangre, se desvaneció de repente.

El rostro de Julián cambió de inmediato. Se acercó a grandes zancadas, justo cuando estaba a punto de alzarla en brazos… Sofía se tiró de repente al suelo y comenzó a llorar desconsoladamente:

—Julián, me duele mucho el estómago… Ayúdame a subir para acostarme un momento…

Julián se detuvo. Apartó las manos con las que iba a cargar a Yanet, se dio la vuelta y alzó a Sofía.

Dejó que la cabeza de Yanet golpeara duro contra el suelo, sin mirarla, y se dirigió al mayordomo que estaba a un lado, diciendo:

—Tío Cortés, lleva a la señora al hospital.

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