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Capítulo 6

Autor: Esme Valverde
Los ojos de Valeria se quedaron inmóviles.

Durante cinco años, para el cumpleaños de Daniel ella preparaba los regalos con uno o dos meses de anticipación y los escondía en el fondo del armario para sorprenderlo a tiempo.

Había pulido a mano un pasador de corbata, había diseñado y cosido un traje, había preparado un perfume…

Él ni los miraba: los dejaba olvidados en un estante.

En cambio, el bolígrafo que Emilia le regaló —grabado con “EMDL”, iniciales de sus nombres— lo llevaba siempre encima y lo hacía girar entre los dedos.

En cinco años, Valeria no había recibido jamás un regalo de Daniel.

Y ahora que estaban a un paso del divorcio, el hombre, por fin, “florecía”.

Valeria miró la cajita en la palma; los dedos se le curvaron apenas, las pestañas temblaron.

Daniel bajó la vista y la observó desde arriba.

Al notar que se le ablandaba la expresión, alzó levemente la comisura de los labios. Al fin y al cabo, todas las mujeres eran iguales; y una mujer sin mundo como Valeria, más fácil todavía.

Valeria abrió la caja frente a él.

Adentro había unos aretes en forma de gota, con pequeños diamantes engastados. A primera vista brillaban, pero ningún diamante pasaba de un quilate.

En su círculo, esas “migajas de diamante” no contaban: se le quedaban chicos; no pasaban el corte de su vitrina.

Lo que más le dolió fue reconocerlos al instante: eran el obsequio de cortesía que venía con el collar de rubíes que Daniel le había regalado a Emilia.

Los cumpleaños de ambas caían con un día de diferencia.

Desde que el padre reconoció a Emilia, Valeria dejó de celebrar el suyo: cada año se sumaba a la fiesta de ella. Nunca más tuvo pastel ni regalo propios.

Como esos aretes: apenas un accesorio del rubí de Emilia.

Emilia le había robado la vida que le correspondía; ahora su esposo pisoteaba su dignidad.

—Ja… qué poca cosa —dijo Valeria, y lanzó la cajita a la basura.

—¡Valeria, tú…! —Daniel abrió los ojos de par en par.

—Daniel, si querías insultarme, podías hacerlo de frente —respondió ella, con la mirada fija—. Pero darme la “cortesía” que sobró de otro regalo… ¿se supone que debo llorar de emoción y agradecerte?

Sostuvo su mirada, con los ojos enrojecidos.

—Si de verdad querías divertirte fuera de casa y sin turbulencias, por lo menos entiende la regla básica: primero ten en paz la casa. Si ibas a regalar, me habrías dado el mismo collar de rubíes de Emilia.

A Daniel se le heló el gesto; apretó los labios.

Valeria cerró la maleta de un golpe.

—Aunque me lo dieras ahora, no lo aceptaría. Me da asco.

A Daniel se le oscureció el rostro, y su voz, siempre grave, le salió ronca:

—¿Me explico mal o no entiendes? Te dije que a Emilia la veo como a una hermana. Lo nuestro ha sido limpio. Si estás delirando, te consigo un médico. No me vengas con indirectas ni sarcasmos.

—Divorciémonos, Daniel López.

Valeria tomó del borde de la cama el convenio de divorcio que ya tenía listo y se lo tendió con calma.

—Esa palabra, “limpio”, me la repetiste tanto que ya da náusea. Sé que tú y Emilia se quieren. Estoy dispuesta a apartarme para que terminen juntos. Así ya no tendrás que inventar viajes de negocios para citarte con ella. Esa clandestinidad es una humillación… para tu “querida Emilia”.

—¿Divorcio? ¿Te atreves a decirlo? —Daniel estalló.

Se hizo el sordo ante el dolor de su esposa y se aferró a una sola palabra: divorcio, como si fuera una afrenta.

Se acercó paso a paso, imponiéndose:

—Con el marco legal vigente, los bienes están clarísimos. Si te divorcias, te vas con las manos vacías. Ni sueñes con llevarte un centavo de mi patrimonio.

—Tengo manos y pies. ¿Para qué querría tu dinero? —Valeria sostuvo la mirada, fría y firme—. Quédate tranquilo: me iré como llegué. Lo que no es mío, ni lo toco.

A Daniel se le encendió en los ojos una furia densa. La mujer sumisa de antes, ahora le plantaba cara. ¿De dónde le salía tanta seguridad si no tenía “un gran título” y su propia familia la había relegado?

—¿Y Javi? —preguntó con voz pesada—. ¿También lo vas a dejar? ¿Crees que me ganarías la custodia?

—No es que no pueda. Es que no quiero pelearla —respondió Valeria, sin un temblor en la voz—. Javier López se queda contigo.

A Daniel se le contrajeron las pupilas. ¿Era aquella la misma mujer que, cuando el niño estuvo internado, no se movió de su cama, que se hizo vegetariana durante años y que encendía velas de rodillas en la iglesia pidiendo por su hijo?

Javier era su esperanza, “la carne de su carne”. ¿Y ella decía que no… así, sin más?

El ambiente se volvió glacial.

—Te tenía en mejor concepto —escupió Daniel, con el pecho subiendo y bajando—. Al final, eres como dijo tu padre: egoísta, fría. Creí que amabas a Javi; ahora veo que era puro teatro para manipularme.

Valeria soltó una risa breve; un pinchazo le atravesó el centro del pecho.

Su padre había comparado toda la vida: la rebajaba para enaltecer a Emilia. A Valeria ya no le importaba. El día que su madre murió, se quedó sin padre también.

Pero con Daniel llevaba cinco años de matrimonio: compartió la cama, le dio un hijo, sostuvo esa casa. Que otros no la entendieran, que la malinterpretaran… dolía; pero ¿él? ¿Cómo podía borrar tan fácil todo lo que ella había dado?

—Sí. Fingí cinco años. Y ya fue suficiente.

Lo miró directo a esos ojos fríos —que alguna vez la habían hechizado— y, por fin, preguntó lo que había guardado durante cinco años:

—Dime la verdad: ¿te arrepentiste? Si hubieras elegido a Emilia desde el principio, ¿estarías mejor?

Siguió un silencio largo, denso, irrespirable.

—Viéndolo ahora… Emilia habría sido mejor elección que tú —dijo Daniel, con una sonrisa helada—. Al menos ella no diría que no quiere a su hijo. ¡Cualquier mujer de verdad jamás diría algo así!

Valeria volvió a sonreír; esta vez hubo amargura en la curva de sus labios, y aun así se vio hermosa.

—Firma el convenio de divorcio cuanto antes.

Tomó la maleta de un tirón y salió, con la espalda erguida y fría.

Daniel se quedó de pie, apretando los puños para contener la ira. No sabía si aquello era un juego de “hacerse la difícil” o si ella hablaba en serio. Aun así, no iba a detenerla: su cargo y su orgullo no se lo permitían. Además, no creía que Valeria se atreviera; sin él, no podría sostenerse en Nueva Arcadia.

En ese momento sonó su celular: era Álvaro Vargas.

—Jefe, ya contacté al joyero que surte a la familia López. No tiene piezas buenas a la mano; lo nuevo llegaría hasta la próxima semana. Parece que el regalo de cumpleaños para la señora tendría que esperar. De todos modos yo…

—No hace falta. Cancélalo. No le voy a enviar nada —cortó Daniel, y colgó.

Había pensado enviarle primero un detalle y luego compensarla con algo “a la altura”. Ahora le parecía que no lo merecía.

Se dejó caer en el sofá, cruzó una pierna sobre la otra y abrió un sobre manila. Sacó el convenio de divorcio. El nombre de Valeria Soto estaba perfectamente firmado, negro sobre blanco, hiriendo los ojos.

Al segundo se oyó un “clin”: el anillo de matrimonio cayó del sobre al piso y quedó brillando, tenue.

—Infantil —murmuró. Con la boca hecha una línea, desgarró el convenio en tiras—. ¿Jugar a hacerse la difícil, Valeria? ¿De verdad crees que voy a caer?

***

Valeria apenas pisó la sala cuando escuchó la vocecita feliz de Javier:

—Tía Emi, buenas noches. Cuando te duermas ponte la pulsera que te regalé, ¿sí?

—Buenas noches, Javi —la voz de Emilia sonó suave y dulce, de esas que a los niños les inspiran confianza y a los hombres les mueve el pecho—. Por cierto, hoy es el cumpleaños de tu mamá. ¿Le preparaste un regalo?

—Estoy súper cansado con la escuela. Y además hoy mami te trató mal; yo no quiero darle nada.

En ese instante, Javier oyó pasos detrás. Se dio la vuelta y vio a Valeria pasar a toda prisa con la maleta, sin mirarlo siquiera.
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