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Capítulo 5

Autor: Bagel
La puerta se cerró. Estaba tirada en el suelo, con un hilo de sangre escurriendo por la comisura de mis labios.

En un rincón del cuarto, mi viejo celular estaba grabando. Arrastré mi cuerpo malherido hasta el celular y detuve la grabación.

Luego, abrí mi correo y adjunté el archivo. Los destinatarios eran mi padre, Marco; mi madre, Jane; mi prometido, Draven; y su padre, el patriarca, Don Frost.

El reloj dio la medianoche. Solo quedaba un día. Programé el envío.

Con la poca fuerza que me quedaba, me obligué a seguir adelante, guiándome por recuerdos fragmentados para encontrar la sastrería de Antonio, un viejo amigo de mi abuelo. Estaba escondida en una de las calles más antiguas de La Pequeña Italia.

La sastrería de Antonio era pequeña, con algunos trajes hechos a mano colgados en el escaparate. Empujé la puerta para abrirla y una campanita sonó.

Había pasado mucho tiempo. Al verme en ese estado, más como un fantasma que como una persona, tardó un momento en reconocerme. Me lamí los labios resecos y fui al grano.

—Tengo enfermedad renal terminal. No creo que sobreviva hasta mañana.

Dije, reuniendo las últimas fuerzas que me quedaban.

—Tengo una última cosa que pedirte. ¿Puedo pasar mis últimos momentos aquí? No quiero morir en ese cuarto de motel deprimente. Ya hablé al crematorio. Cuando ya no esté, solo llámales para que se encarguen de la cremación más sencilla.

Al anciano se le enrojecieron los ojos y la voz le temblaba.

—Ay, mi niña, no digas esas estupideces. Tu abuelo me salvó la vida. Es algo que jamás voy a olvidar.

Me ayudó con cuidado a llegar a un pequeño cuarto detrás de la sastrería.

—No es la gran cosa, pero al menos está calientito.

Antonio puso una sábana limpia en la cama y encendió la chimenea. Las llamas anaranjadas danzaban, ahuyentando el frío del cuarto.

Incluso salió a comprar ingredientes frescos y me preparó una sopa de verduras calientita.

—Es la vieja receta siciliana. Era la favorita de tu abuelo.

Un tazón grande de sopa caliente me reconfortó el estómago, y hasta el dolor del cuerpo pareció disminuir. El aroma me recordó los abrazos de mi abuelo cuando era niña.

Sacó un vestido blanco de un ropero.

—Este era el favorito de mi nieta. Casi no lo pudo usar. Las dos son tan bonitas, tan nobles.

Antonio se sentó a mi lado en la cama, y le brillaban los ojos al mirarme.

—Déjame llevarte al hospital. Todavía tengo algunos conocidos…

Negué débilmente, mientras ya me ponía el vestido.

—Cuéntame de ella.

—Era una niña que siempre estaba sonriendo. Les dejaba comida a los gatos callejeros de la esquina y le leía el periódico a la abuelita de al lado. Recuerdo que para su cumpleaños número diez, le hice un vestido por primera vez. Era rojo. Daba vueltas frente al espejo, diciendo que era la princesa más feliz del mundo.

Cerré los ojos, imaginando a la niña que nunca conocí.

—¿Tenía muchos amigos?

Antonio sonrió.

—Claro que sí. Todos los que la conocían la querían mucho. Cada año venía tanta gente a sus fiestas que las risas se escuchaban en toda la cuadra.

Al escucharlo, sentí una calidez que nunca había experimentado, como si yo misma estuviera viviendo esos momentos.

“Así que esto es lo que se siente que te quieran de verdad”.

Empecé a perder el conocimiento, pero no tenía miedo. En su lugar, sentí una paz que jamás había conocido.

Susurré.

—Gracias por enseñarme que este tipo de felicidad existe en el mundo.

El anciano me tomó la mano, con la voz entrecortada por la emoción.

—El que debería agradecerte soy yo. Me dejaste sentir otra vez la alegría que me daba mi nieta. Recuerda, mi niña, que a ti también te quieren.

Pero yo ya no podía decir nada. Mi respiración se fue haciendo más y más débil.

La última vez que abrí los ojos, vi a Antonio arropándome con las cobijas. Igual que lo hacía mi abuelo.

En los últimos momentos de mi vida, lo que sentí fue una felicidad sencilla, olvidada hace mucho tiempo. Cerré los ojos en paz.

***

A la mañana siguiente, el sonido de una notificación de correo electrónico resonó en el estudio de Marco Rocci.
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