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Capítulo 8

Author: Mora Quintera
Después de que Lía se fue, en Esquivel & Serrano Abogados pareció instalarse una presión rara, pesada, como si el aire se hubiera vuelto más denso de un momento a otro.

Darío intentó anestesiarse con el trabajo, pero estaba más distraído que nunca; su productividad se fue al piso.

Se apretó el entrecejo con los dedos, intentando obligarse a volver a concentrarse en la pantalla de la computadora, pero, casi sin darse cuenta, se levantó de la silla y caminó hacia el área abierta de trabajo.

El escritorio de Lía ya estaba vacío.

Tan limpio que parecía que ahí no hubiera trabajado nadie durante cinco años.

Una señora de la limpieza pasó empujando su carrito y empezó a vaciar los botes de basura junto a cada estación de trabajo.

Cuando llegó al lugar de Lía, volcó, por pura costumbre, el contenido del cesto pequeño en la bolsa negra.

La mirada de Darío pasó por ahí sin querer… y de pronto se le quedó fija. Todo su cuerpo se tensó.

Entre ese montón de hojas arrugadas y envolturas de comida chatarra, había varias cosas que saltaban a la vista.

Un boleto de cine desteñido…

Un separador de libros personalizado, grabado con el nombre “Esquivel & Serrano”…

Un caramelo de frutas, derretido y deformado, pegado al papel que lo envolvía…

Y…

Muchos otros detallitos parecidos.

Cosas sueltas, insignificantes para cualquiera, pero que eran los “tesoros” de Lía.

Y todo eso…

De algunos objetos Darío tenía un recuerdo apenas borroso; de otros no se acordaba para nada.

Pero en ese momento, sin excepción, Lía los había tirado como si fueran una basura más.

¿No se suponía que debía guardarlos como algo valioso?

Como hacía antes…

Y ese dulce, ¿no lo había tenido guardado durante años?

El pecho de Darío se apretó con una oleada más fuerte que todas las anteriores, como si algo hubiera terminado de salirse por completo de su control.

—¡No lo tire! —soltó de golpe, con un gruñido bajo que hizo saltar a la señora de la limpieza.

En unos cuantos pasos llegó hasta ahí y, sin preocuparse por la suciedad ni por la imagen que estaba dando, empezó a hurgar en la bolsa de basura con las manos.

—Li-licenciado Serrano… —balbuceó la señora, totalmente pasmada.

Dante llegó corriendo al oír el alboroto y se quedó igual de helado al verlo.

—Darío, ¿qué estás haciendo?

Darío parecía no escucharlo. Seguía buscando con terquedad hasta que fue sacando, una por una, aquellas cositas manchadas, y las sostuvo apretadas en la palma.

La sensación pegajosa del caramelo, el borde frío del separador, la textura áspera del boleto de cine…

Cada cosa parecía burlarse de la seguridad con la que él había vivido hasta ahora.

Ella no estaba haciendo un berrinche.

Ella de verdad… ya no quería nada.

Con esas “basuras” había tirado también los pequeños fragmentos de sus cinco años juntos.

—El celular… —Darío alzó la cabeza de pronto; tenía el rostro más pálido y descompuesto que nunca mientras miraba a Dante—. ¿Dónde está mi celular?

Dante se apresuró a alcanzárselo.

Darío marcó el número de Lía.

El teléfono nunca se conectó.

Cortó e insistió de nuevo.

La llamada seguía sin entrar.

Ya no le importó nada más; agarró las llaves del carro y salió prácticamente corriendo.

—¡Darío! ¿Adónde vas? ¡Por la tarde tenemos clientes con cita! —gritó Dante detrás de él, pero la figura de Darío ya había desaparecido al entrar al elevador.

***

Manejando como desquiciado, Darío ni siquiera supo cuántos semáforos en rojo se pasó.

Solo tenía una idea fija en la cabeza: encontrarla.

Tenía que encontrarla ya.

Frenó en seco frente al edificio de Residencial Las Terrazas, donde vivía Lía; prácticamente abrió de golpe la puerta del carro, corrió hasta el elevador y llegó a su departamento, donde empezó a golpear con fuerza la puerta.

—¡Lía! ¡Ábreme! ¡Lía! —su voz iba cargada de una urgencia de la que ni siquiera él era consciente.

Estuvo tocando un buen rato, pero adentro no se escuchó ni el menor movimiento.

Justo cuando sintió que el corazón se le iba hundiendo poco a poco, la cerradura hizo un clic desde dentro.

El corazón se le subió hasta la garganta… y se le heló al instante en cuanto vio quién abría.

Le abrió la puerta un hombre con un delantal puesto y una espátula en la mano.

Parecía de unos treinta años, de rasgos suaves y bonachones, y lo miró con extrañeza.

—¿A quién busca? —preguntó el hombre.

La mente de Darío se quedó en blanco; sintió que toda la sangre del cuerpo se le subía a la cabeza.
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