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Capítulo 2

Author: Lola Fuego
La noche, densa como tinta, levantaba un mar de neón sobre la ciudad. Ana Sofía caminó unos pasos detrás de Elías rumbo al famoso restaurante francés. Al empujar la puerta, los recibió el olor a mantequilla dorada, pan caliente y vino blanco. El lugar requería reservar con días de anticipación; Elías entró sin tropiezos gracias a la tarjeta black con la que presumía trato preferencial.

—Señor Ortega, qué gusto —saludó el gerente, traje negro impecable, cabello peinado con precisión, zapatos que relucían—. Llegaron la langosta del Atlántico y el caviar que nos había pedido. ¿Se los servimos hoy?

Al posar la mirada en Ana Sofía, la sonrisa del gerente titubeó una fracción de segundo. Luego recompuso el gesto profesional, suave y entrenado.

Ana Sofía captó la fisura. “No vine yo la última vez —pensó—. Trajo a otra.” La imagen de Elías y esa mujer, brindando y compartiendo bocado tras bocado en esas mismas mesas, le revolvió el estómago.

—Ugh… —el sonido le salió seco, inevitable.

Se cubrió la boca, se inclinó un poco, frunciendo el ceño; un rocío de sudor le perló la frente.

El gerente, sobresaltado, se hizo para atrás de golpe. Se llevó la mano a la boca, luego acercó discretamente la nariz a la axila y aspiró, confundido. “Me bañé en la mañana, hasta usé el perfume bueno… ¿la habré dado asco yo?”

El diálogo de Elías con el gerente se cortó en seco. Alzó la vista y clavó la mirada en Ana Sofía; después la dejó bajar hasta su vientre.

—¿Estás embarazada? —soltó, bajo, tanteando.

Ana Sofía se quedó rígida. Aguardó un par de segundos, ya sentados en la mesa, tomó el vaso y bebió agua larga, empujando el asco de regreso a su sitio. Cuando dejó el vaso, lo miró fijo.

—¿Tener náuseas es embarazo?

Elías soltó el aire, recostándose contra el respaldo, aliviado.

—Sabes que no me gustan los niños —dijo, con esa seguridad cómoda de quien habla de un gusto personal, como si fuera el vino o la música.

—Ajá. Entonces debería pedirte que te hagas la vasectomía —respondió ella, clara, con un filo imposible de situar.

Lo sostuvo con la mirada. En su cabeza pasó, nítida, la secuencia de citas clandestinas entre Elías y Irene Vargas. “Con la cantidad de veces que ellos dos se acostaban sin ningún control, si no hubieran tomado medidas drásticas, quizá hasta gemelos ya habrían nacido”

Elías, que jugueteaba con la copa, detuvo la mano a medio giro. La sombra volvió a su cara. Dejó el cristal sobre la mesa, tenso.

—Si tienes algo que decir, dilo. No hace falta hablar con indirectas.

—Señor Ortega, estás malinterpretando. Lo digo por tu bien —respondió Ana Sofía, sin apuro, con la voz calma de quien comenta algo cotidiano—. Nunca quieres usar condón; ¿piensas “resolverlo” con algo que nos lastima a nosotras…?

—¡Cállate! —la cortó Elías de golpe y descargó ambas palmas contra la mesa. La vajilla vibró con un tintineo agudo.

Ana Sofía se sobresaltó, el cuerpo le tembló apenas, y cerró la boca a regañadientes. Fue entonces cuando notó al gerente, parado a un lado, luchando por contener una risa fuera de lugar. Tenía la cara encendida, los ojos entrecerrados y los brazos pegados al cuerpo, como si temiera que, al aflojarlos, la carcajada se le escapara a presión.

“Si sigue así, se va a enfermar de aguantar la risa.”

Elías llevó la mano al vaso con intención de beber y enfriar la rabia, pero el celular sonó en su saco con un timbrazo que quebró la escena. Miró la pantalla; el gesto se le transformó de inmediato. Se puso de pie y salió a contestar.

Ana Sofía curvó la boca en una media sonrisa. No necesitaba adivinar quién llamaba; antes de salir, ya se había enviado un mensaje a esa mujer.

Dos minutos después, Elías regresó con prisa. Consultó su Rolex, frunció el ceño, el rostro otra vez oscuro.

—Hay un asunto en la empresa. Tengo que ir.

—¿Te acompaño? —preguntó Ana Sofía alzando la mirada. Como su esposa y su secretaria, lo lógico era levantarse… pero su cuerpo permaneció firme en la silla.

En ese momento, un mesero llegó en el timing perfecto con la langosta del Atlántico humeante y el caviar dispuesto en un plato de presentación, impecable. El caparazón brillaba tentador; la carne se veía compacta, rebosante. Las perlas negras del caviar, redondas y tensas, chispeaban bajo la luz con la promesa salina de mar frío.

Lástima: Elías no probaría bocado.

—No, no hace falta. Pide lo que quieras. En casa te llevo un regalo —dijo ya volteado hacia la salida, apurando el paso sin mirar atrás.

“Otra vez, compensaciones.”

Ana Sofía sonrió con amargura. Tomó la cucharita de nácar y se sirvió un golpe generoso de caviar. Las esferas estallaron en la lengua: debieron saber a lujo y océano; a ella le supieron a trago de piedra.

Tragó con fuerza. La garganta se le cerró un segundo. Junto con el bocado, empujó de vuelta las lágrimas que amenazaban.

“¿Quién dijo que el caviar es delicioso? Sabe a puro amargo.”
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