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Capítulo 3

Author: Lola Fuego
Al volver a casa, Ana Sofía empujó la puerta con cuidado y la envolvió una oscuridad cerrada, silenciosa. En la sala no había una sola luz; las siluetas de los muebles, apenas insinuadas, parecían bestias quietas al acecho. “Claro. Elías otra vez enredado con Irene.”

Se le curvó la boca en una sonrisa que sabía a ironía. “Pegados día y noche… a ver si no se te acaba la pila.”

Desde que decidió divorciarse, esas escenas le pesaban menos. Ahora su cabeza solo hacía cuentas: cómo, cuándo y con qué palabras pedirle el divorcio.

Se bañó. El vapor convirtió el baño en un refugio breve, tibio. Salió con la toalla al cuerpo y vio las notificaciones parpadeando en el celular.

Desbloqueó. Eran mensajes de Irene Vargas.

“Ana Sofía, ¿y de qué te sirve estar casada? Con una llamada, él te deja y viene conmigo.”

Venía seguida de una foto: los dos, de la mano, en la cubierta de un yate, recibiendo la brisa. En los ojos de Elías había una devoción cálida; esa ternura, a ella, hacía mucho que no se la dirigía.

“Estamos cenando con velas en el yate. El corazón de Elías no será tuyo ni en otra vida.”

El descaro de Irene chisporroteaba. Ana Sofía respiró hondo para centrar el pulso y tecleó:

“Sí, se nota: tal para cual. Ojalá se amarren para siempre.”

Envió y dejó el celular sobre el sofá. Pero enseguida empezó a sonar sin parar, como un toque fúnebre.

Con fastidio, lo tomó de nuevo. Era un goteo constante de mensajes de Irene: fotos acarameladas con Elías, y algunas más en las que ella posaba semidesnuda, calculando el ángulo para provocar.

A Ana Sofía se le apretó el pecho. “Ya decidí irme… pero alguna vez lo amé.” La punzada llegó y pasó. Enderezó la espalda, volvió a inhalar y respondió:

“Buen cuerpo. Si me mandan video, lo subo a una plataforma que paga bien. Con escenas tan explícitas me alcanza para otro bono.”

Apenas envió, del otro lado empezó la estampida de “Eliminar para todos”. Las fotos volaron; los videos, por la duración, ya no pudieron borrarse.

Imaginó a Irene sudando, con los dedos torpes. El gusto de la revancha le levantó una esquina de la sonrisa.

Se acomodó para dormir. El celular volvió a vibrar, insistente. Frunció el ceño. “Carajo, ¿no se cansan? ¿Quién quiere su show a medianoche?”

Tomó el teléfono lista para soltar veneno, pero no era Irene. Era Diego Rodríguez, asistente de Fernando Cervantes, presidente de Grupo Cervantes.

Iba a abrir el chat cuando entró la llamada.

—¿Bueno, señor Rodríguez? A estas horas… —empezó Ana Sofía.

—¡Por fin la encuentro, señorita Miranda! —la atropelló Diego, nervioso—. Intenté con Matías Solís y con el señor Ortega, pero ninguno contesta. Disculpe la hora… ¿no la estoy molestando, verdad?

“Claro que me molestas.” Ana Sofía no lo dijo. Si Elías estaba en altamar, seguramente no tenía señal. Y Matías, como siempre, debía acompañarlo.

El tono de Diego olía a urgencia. Ella se tragó la incomodidad.

—Dígame, ¿qué ocurrió? —preguntó, firme.

—Tenemos un problema con el contrato entre nuestras empresas —la voz de Diego sonaba quebrada, como si contuviera un sollozo—. Quedamos en que a su empresa le tocaban cuatro partes, pero ahora salió al revés. El presidente Fernando Cervantes está furioso. Por favor, contacte al señor Ortega para corregirlo.

“El contrato de Grupo Cervantes…”

Las piezas cayeron en la mente de Ana Sofía. Recordó el proyecto que ella impulsó con el Equipo C. Y cómo, el mes pasado, desde que Irene Vargas entró a la empresa, Elías le entregó a ella —sin explicación— ese dossier clave. Irene no solo no detectó el error de fondo; además tuvo el descaro de enviar el documento a la mesa de Lucas.

“Irene, de verdad… ¿no te da la cabeza?”

Sopesó la situación un segundo. Elías seguiría embobado en el yate. No iba a mirar el teléfono, y Matías seguramente lo acompañaba. Si alguien podía contener el incendio, era ella.

—Señor Rodríguez, salgo ahora mismo —dijo, firme—. Por favor, cómpreme tiempo. Trate de calmar al presidente Cervantes.

—Sí, sí… le aguanto media hora —respondió él, aliviado y todavía con prisa en la respiración.

Apenas colgó, Ana Sofía se movió como con resorte. Se vistió, bajó las escaleras y, mientras se ponía los zapatos, soltó entre dientes:

—Maldito Elías. Tú de fiesta y yo levantando el tiradero… Antes del divorcio te voy a sacar un cheque con muchos ceros. “Por todas mis desveladas, a ver si no.”

La rabia le hacía vibrar la voz y endurecía sus facciones. En la prisa, no advirtió la diadema con fresitas que aún le coronaba el cabello.

Salió disparada. El motor rugió; las llantas chillaron contra el pavimento, y el auto se lanzó como flecha.

Condujo con el pie pesado y llegó a la torre corporativa de Grupo Cervantes antes de los treinta minutos. Frenó, abrió la puerta sin esperar a que el coche se asentara del todo y caminó con paso decidido hacia la entrada.

Diego iba y venía, marcando surcos de ansiedad en el piso del lobby. Al verla, exhaló como si hubiera encontrado un salvavidas.

—Señora, por fin. ¿Qué le pasa a su señor Ortega? ¿Cómo es posible que un contrato así no pase por su revisión? Eso sí, vivos para jalar más dinero hacia su lado…

“Ya lo sé.” Ana Sofía pensó además que, de no ser por su trabajo a detalle, ese acuerdo nunca se habría firmado.

—Tiene razón, señor Rodríguez —dijo, y en los ojos le destelló una chispa helada—. ¡Elías es un grandísimo imbécil: ciego para el negocio y peor para el corazón!
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