Servio, aunque decía ser un simple ayudante, hablaba con un tono de voz tan arrogante que la Reina no pudo evitar hacer una cara de disgusto. Llevaba rato golpeando la puerta, pero nadie contestaba. En su lugar, apareció Tullia corriendo, la encargada de las asistentes, que se veía toda ojerosa. Su señora no era bien vista, y ella, que estaba a cargo en el palacio de la Concordia, tenía menos peso que el ayudante más inútil del Palacio de las Alturas. Al ver a Servio, se inclinó: —¡Señor Servio, no se ponga de ese modo! Tal vez la Reina aún no se ha levantado. Por favor, permítame ir a avisarle. Servio levantó la barbilla, mirándola como si apestara: —¡Pues muévete de una vez! —¡Ajá, ya mismito voy! —contestó Tullia, apurándose. Entró al salón donde Serafina se estaba arreglando. Con una sonrisa poco convincente, Tullia se acercó: —Reina, la gran Concubina Imperial tiene otra migraña. Si hoy mismo les hace llegar su remedio, el emperador se lo puede agradecer, y quizá podría g
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