Y al final cumplió lo que había dicho. Esa noche, Inés “lo miró”. Por si —según Sebastián— no lo miraba lo suficiente, él encendió todas las luces. La acorraló en el borde de la cama, sin dejarle escapatoria, para que lo viera completo, sin filtros.Inés, vencida por ese “ímpetu criminal”, terminó con las piernas flojas y los ojos vidriosos, quejándose bajito de que él no era “un buen hombre”.—Yo no soy malo. En serio que no —dijo Sebastián, solemne, mirándola a los ojos, repitiéndolo casi como un mantra—. Créeme, ¿sí?Inés no entendió de dónde salía tanta formalidad, pero ante su seriedad asintió, obediente.—Está bien, le creo. Usted es un buen hombre, ¿y si descansamos ya?Le faltaban uno o dos días para que terminara su período; bien podía esperar un poco más.Sebastián le sostuvo la nuca con la mano, rozó con el pulgar sus labios —rojos de tanto besarlos— y murmuró.—En dos días también se puede, pero hoy primero voy a hacerte sentir bien.Quién sabe dónde encajaba eso de “buen h
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