Al escuchar esas palabras, Díaz tragó saliva sin poder evitarlo. Con el rostro descompuesto, como quien ya se ve condenado, se arrodilló ante Ricardo suplicando:—Señor Navarro, ¡me equivoqué! ¡De verdad lo reconozco! ¡No debí hacer algo tan bajo, tan sucio! Yo… yo me someto a lo que usted quiera. Si eso lo hace sentir mejor, hágalo, como quiera.Había visto cómo Nina había ido personalmente a las oficinas del Grupo Díaz solo para esperarlo, todo el día, con tal de verlo. Pensó… pensó que era una mujer que se podía aplastar con un dedo. Jamás imaginó que las cosas fueran a terminar así.Díaz ya estaba de rodillas, y los otros empresarios grasientos y cobardes no se atrevieron a quedarse de pie. Uno a uno fueron acercándose, formando una hilera, todos arrodillados.Los demás, al ver semejante escena, se encogieron como ratones, acurrucados en las esquinas, sin atreverse siquiera a respirar. El miedo les llenaba los pulmones.Ricardo hizo una seña a sus guardaespaldas para que llamaran
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